Cruzando el mar de los Sargazos
El espectacular “ramo de fuego” de la noche del 15 de septiembre y que tanto fascinó a Colón y a la tripulación de los barcos, resultó ser una estrella anunciadora de cambios inmediatos. Y así fue. Al día siguiente, 16 de septiembre, acababan de entrar en el mar de los Sargazos. El aire resultaba placentero y reconfortante, sobre todo en las primeras horas del alba. El ambiente templado recordaba los meses de abril en Andalucía; sólo faltaban los ruiseñores. La misma clorofila de los sargazos acentuó el verde de las hierbas, más frescas, dando la sensación de haberse desprendido recientemente de las rocas o peñas. Todo hacía presagiar que se encontraban en las cercanías de una isla, pero no de tierra firme, porque ésta la hacía Colón más adelante de acuerdo con sus cálculos.
La cantidad de hierbas entre verdes y amarillas les admiró según Hernando Colón, que no añade nada al Diario. En cambio, Las Casas, tras repetir la misma anotación del Diario incorpora un interesante comentario. Tenía razón , dice, el Almirante en apuntar la presencia de una atmósfera deliciosa “porque es cosa maravillosa la suavidad que sentimos desde medio golfo ( océano) para estas Indias, y cuanto más se acercan los navíos a estas tierras tanto mayor sienten la templanza y suavidad de los aires y claridad de los cielos y amenidad y olores que salen de las arboledas y florestas de ellas, mucho más, por cierto, que por abril en Andalucía”. El tiempo tranquilo y suave trasciende al lenguaje de Colón quien, después de adelantar una similitud de ambiente con el mes de abril andaluz, compara también la mansedumbre del mar con el Guadalquivir por Sevilla.
El mecanismo de las comparaciones es evidente y se repite con machaconería. Colón ha notado que se encuentra bajo un nuevo cielo, en un mundo nuevo, y quiere transmitir la novedad. Recurre a las comparaciones con lo que ha quedado atrás por él. Está escribiendo en el Diario para quienes no son actores de su acción e incurre más de una vez en la hipérbole, cuando no en la inexactitud.
Por su parte, Las Casas aprovecha la ocasión para hacer una apología del mundo americano- el antillano, que era el suyo por excelencia- , y no duda en su palinodia en considerar superior la temperatura, la luz y los olores del Caribe a los de la Andalucía abrileña.
¿Y qué dice el fraile dominico sobre el estado anímico de las tripulaciones? Pues según él, las gentes al ver las enormes balsas de hierbas temieron, se impacientaron y murmuraron “contra Cristóbal Colón que los guiaba, porque ya se les iba haciendo el camino luengo y lejos de la guarida”. Presumieron que podían estar navegando entre peñas o tierras anegadas e imaginaron que debían de estar cerca de alguna isla. El Almirante admitía la posibilidad de esas islas, pero no de tierra firme, ya que ésta la situaba él más adelante “ y no estaba engañado, sentencia Las Casas.
Los barcos, insistimos, acababan de penetrar en el Mar de los Sargazos, una amplia zona atlántica de forma oval, extendida desde los 32º de longitud Oeste a las Bahamas, y desde la corriente del Golfo a los 18º de latitud Norte. Recuerda Julio Guillén que este piélago de hierbas ya era conocido desde la Antigüedad pues Avieno , en su obra “Ora Marítima” menciona las muchas algas que flotan al Oeste y Noroeste del Atlántico, y el geógrafo ceutí Al- Idrissi cuenta que unos viajeros árabes salidos de Lisboa navegaron sobre un mar de hierbas. Fueron estas hierbas (sargassum) las que impidieron navegar a los marinos del infante don Enrique, al decir del marinero Pero Vázquez de la Frontera con el que conversó Colón en Palos.
El Almirante, que hacía tiempo que había puesto en juego sus espléndidas condiciones de observador, experimenta un atisbo de júbilo ante la naturaleza tropical. Lo hace con cautela, reprimidamente. Su ánimo debía ser una olla en ebullición de sentimientos encontrados. En ella coincidían la conciencia de que la atmósfera humana de los barcos barruntaba una tempestad, sus dudas al comprobar minuto tras minuto que la tierra no aparecía, y unos aires que presagiaban unas tierras más templadas, más suaves, de claros y amenos cielos.
Los marineros vivían con intensidad las horas que, implacables, se sucedían. Y las vivían con sentimientos encontrados, nacidos de las diversas vivencias cotidianas. Estaban alegres y preocupados al mismo tiempo. Contentos por la serie de señales anunciadoras de un inmediato desenlace; pero también algo asustados ante lo desconocido, como podía serlo, por ejemplo, el noroestear de las agujas. Los pilotos habían marcado el Norte y comprobaron que las agujas se acostaban hacia el NO una gran cuarta. Marcar el Norte, conocido también por la “bendición del piloto”, según Samuel Morison, consistía en apuntar el brazo hacia la Estrella Polar sobre la bitácora, con la mano extendida en posición vertical, y luego dejarla caer todo derecho hasta apuntar la Rosa de los Vientos. De este modo se apreciaba el buen funcionamiento de la brújula y la posición exacta del Norte.
El irregular comportamiento de las agujas lo venía observando Colón desde el día 13 de septiembre, pero ahora trascendió a la marinería, que, entristecida, “ tornaron a murmurar entre dientes, sin declararlo del todo a Cristóbal Colón, viendo cosa tan nueva y que nunca hubieran visto ni jamás experimentado y, por ende, temían si estaban en otro mundo” (Las Casas). Probablemente los chismorreos o comentarios debieron producirse en la nao capitana, semillero en potencia de futuros descontentos.
La sucesión de hechos daban la sensación de un cercano final: el empuje de las corrientes, las hierbas cargadas de frutos semejantes al lentisco, los atunes o toninas deslizándose junto a los barcos, la comparecencia de un cangrejo vivo, la suavidad de los aires, el vuelo de un rabo de junco , ave de plumaje brillante que no se aleja más de 25 leguas de la costa y que no suele dormir en la mar, en el parecer de Colón. En su euforia pescaron una tonina ( la tripulación de la “Niña”) y hasta el agua les pareció que era la mitad de salada que la navegada en el pasado. Entendían estar cerca de tierra, por lo que “cobraban algún esfuerzo y aflojaban en el murmurar”, en palabras de Bartolomé de Las Casas el transcriptor del Diario de a bordo.