Testaruda

Trabajo ganador “II Certamen Literario Juan Manuel Molina”

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África Mesa

La vaca se me ha metido en la cabeza y no deja que el sueño llegue y me cierre los ojos y la boca y las orejas. Muge y la oigo quejarse. Padre dijo en la cena que estaba enferma y que sin ella ni el cerdo ni las ovejas, no estaríamos aquí, que debemos cuidarlos mejor que a nosotros mismos, que son los más importantes.

Me despierto y la luna sigue en medio de la oscuridad como si fuera la bombilla del cielo. Todos duermen menos yo que escucho los mugidos de la vaca Testaruda. Padre la llama así porque, cuando no quiere moverse, ya la puede apalear que no se mueve. Salto de la cama y me pongo las botas y la capa para no enfermarme, eso sería lo que le faltaba a padre, otra preocupación. Cuando el año pasado al abuelo le entraron las fiebres, no hacía más que repetirle: No tenía bastante con los males del cerdo y ahora también usted. Al final el abuelo murió y estrenó el cementerio porque en el pueblo no vivía nadie antes de que viniéramos. Padre cuenta que lo hicieron para nosotros y para todo el que tuviera dos manos para arrancarle a esta tierra los gusanos.

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Afuera nieva y nieva sin parar y casi no puedo abrir la puerta. La oscuridad se ha adueñado de la cuadra, pero a mí no me da miedo. A tientas, me acerco a Testaruda que está echada sobre una cama de paja que padre le hizo para que estuviera más cómoda. No oigo el resoplar de su respiración. Acerco la oreja a su pecho a ver si sigue viva. El corazón está callado, sin embargo, sé que no ha muerto porque está caliente. Me acuesto a su lado y le susurro: No te mueras, por favor, no te mueras.

El pueblo no apareció en los mapas hasta que decidió venir al mundo y la tierra parió las casas y la iglesia y la escuela y el camino por donde se sale para ir al campo y se vuelve a entrar. Entonces, cuando ya estuvo todo colocado en su sitio y el reloj en la torre del ayuntamiento y comenzaron a andar sus manecillas, nos llamaron para llenarlo de personas y de animales y algunos trajeron gatos que parieron más gatos y otros vinieron acompañados por perros que también parieron otros perros.

El calor de la vaca me da sueño. Cierro los ojos y, cuando los abro, Testaruda sigue viva y hay un ternero y estoy manchada de sangre. Salto y voy a la casa y grito: ¡La vaca ha parido, la vaca ha parido! Entonces padre y madre y mi hermano salen revoloteando como si fueran murciélagos espantados y van al establo y se quedan allí mucho rato acariciando a Testaruda y a su cría.

Ha parado de nevar, pero ahora hace más frío porque se ha congelado la nieve y aun así hay que ir al colegio. Mi hermano lleva su lata con las brasas de la lumbre y yo llevo la mía, justas para pasar la mañana. Me quedo embobada mirándolas. Me gusta contemplar cómo se van apagando igual que manzanas que se pudrieran muy rápido. Mi hermano es mayor que yo y sabe mucho. Yo ya sé leer y escribir y recito los ríos y los montes de España.

Delante de su mesa, el maestro tirita y castañea los dientes. A todos los niños nos hace gracia, aunque no la tenga. Nos reímos de él y nos tapamos la boca para que no nos vea porque, si te descubre, te da con la regla en la mano hasta ponértela colorada. A mí me da mucho miedo. Con su cuerpo como de culebra camina despacio hacia la pizarra, se tambalea y parece que se va a caer. Manuela, que es mi compañera de pupitre, me dice al oído que está borracho y las dos nos reímos. Madre cuenta que el maestro pasa hambre y que, si los padres de los niños no le dieran pan o algún conejo o unas cuantas patatas, se tendría que marchar del pueblo. Tiene una cerda que engorda con sobras que le llevamos. La navidad pasada le cortó las orejas para comérselas. Decía que sin orejas podría seguir pariendo. Hace un mes que la mujer del maestro tuvo un bebé y ahora necesitarán más que antes, eso dice madre.

Ahora escribe un texto en la pizarra para que lo copiemos. Parece que se está durmiendo. Los niños ríen cada vez más fuerte. Entonces, el maestro que parece que no se entera de nada, pero que se entera de todo, se vuelve y lanza el borrador al aire sin apuntar a nadie en concreto, porque todos nos burlamos. Para mi mala suerte, aterriza en mi cabeza. Noto una punzada en la frente y un riachuelo de sangre muy fino corriendo hacia el cuello. Me limpio con el pañuelo que madre me da por si tengo mocos, Dios no lo quiera, y sigo dejando un trazo temblón en el cuaderno mientras aprieto los dientes para no soltar un: Me cago en la hostia. Las brasas de la lata se han apagado, eso quiere decir que queda poco para que Francisco toque la campana. Es el preferido del maestro y eso me da mucha rabia. A veces imagino que le entran unas fiebres y se muere y el maestro me elige a mí para tocar la campana y borrar la pizarra.

Al salir del colegio, de vuelta a casa, en la plaza, nos encontramos una pareja de la Guardia Civil rodeada de muchos hombres. Padre también está hablando con ellos de algo que debe ser muy malo por las caras que tienen todos y porque los guardias casi nunca vienen por aquí. Volved a casa, nos grita, y nosotros corremos sin parar para que no se enfade.

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A la hora de comer padre bendice la mesa: Gracias señor por darnos esta casa, esta tierra, los animales, el nuevo ternero y el pan que vamos a comer. Amén. Luego nos cuenta que ha aparecido el pastor con la cabeza aplastada, entonces se me cierra la garganta y ya no puedo comer. Come Teresa. Me duele la tripa. Y al decirlo, me viene la imagen de aquello que no quiero recordar.

Hace dos días, padre dijo: Teresa, ya eres mayor, hoy traerás tú a las ovejas. Salí en dirección a donde acaba el pueblo y empieza la llanura, ya sin casas y sin calles y sin plaza, solo el campo lleno de piedras. Luego seguí andando hasta que me dolieron los pies y por fin pude ver a lo lejos unos puntitos blancos que se movían tontamente, porque no he visto nunca un animal más tonto que una oveja. Cuando llegué donde estaban rasca que te rasca el suelo, ya casi no sentía las piernas. Luego salté un peñasco y ya me quedé clavada porque entonces fue cuando me encontré aquello que no querría haberme encontrado nunca. Vi al pastor tirado en la tierra revolcándose. Al principio no sabía qué estaba haciendo, pero enseguida escuché un llanto y distinguí unos brazos y unas piernas debajo del pastor que resultaron ser de Francisco. Me quedé como el abuelo cuando murió, así de quieta. Luego, la roca que yo había saltado golpeó la cabeza del pastor una, dos, más de tres veces, hasta que se paró. Entonces me fijé en el hombre que sujetaba la piedra. El maestro se agachó y empujó al pastor que se había quedado muy quieto, levantó a Francisco y lo abrazó y lo besó en la cabeza como hacía en la escuela cuando lloraba, entonces nos miró y nos dijo a los dos: Será nuestro secreto. En todo ese tiempo que me parecieron muchos años, estuve allí pasmada, sin mover ni un dedo, sin soltar ni un chillido de esos que suelto por menos de nada. Así que, cuando el maestro nos dijo que sería nuestro secreto, fue un milagro que afirmara con la cabeza porque todavía estaba como ida y no me salían las palabras. Ellos se volvieron juntos al pueblo por un camino antiguo, de cuando aún no habían crecido las casas, ni las calles, ni la plaza. Yo me quedé con las ovejas y junto al pastor que habían dejado allí abandonado. Era el segundo muerto que veía, el primero fue el abuelo, pero estaba limpio y sobre su cama, vestido con un pantalón y una camisa que planchó madre.

Al entierro del pastor acudió todo el pueblo y, mientras estaban tapando con tierra la caja del muerto y todo el mundo guardaba silencio, pasaron los guardias con el maestro esposado. Entonces se armó un revuelo y los niños corrimos detrás de ellos hasta que nos cansamos y volvimos al cementerio. El cura aún estaba poniendo orden para seguir con el sermón. Todos discutían sobre qué habría pasado, pero nadie, excepto Francisco y yo, averiguará jamás los verdaderos motivos.

A la mañana siguiente, madre me da un pan para que lo lleve a casa del maestro. No quiero ir. El ternero debe estar mamando y no lo veo desde ayer, me hubiera gustado quedarme en la cuadra junto a él y a Testaruda, pero una tiene que hacer lo que le mandan, por eso no vale de nada quejarse, aunque alguna vez yo no obedezco y me gano un buen castigo.

África Mesa. / FOTO CEDIDA
África Mesa. / FOTO CEDIDA

Ahora no sabemos quién nos dará clases. Los niños estamos contentos de no asistir durante unos días al colegio y rezamos para que sean muchos más hasta que nos manden al Sustituto, que así se llama el nuevo. Cuando llego a la casa del maestro me abre la puerta su mujer. Tiene al bebé en los brazos y me dice que si quiero sujetarlo y que pase. No quiero hacer ninguna de las dos cosas, pero no me queda más remedio ya que, a la vez que me quita el pan, me suelta al crío y me empuja adentro cerrando la puerta detrás de mí. Está todo muy limpio y hay una maleta en el centro de la cocina. Me quedo mirándola y al verme con los ojos sobre el bulto me dice: Tengo que dejar la casa, ahora será para el nuevo maestro.

Me entra una prisa por salir de allí que me hierve en las piernas, así que le devuelvo al bebé y le digo: Me voy. Ya en la calle, corro y no paro hasta alcanzar la cuadra donde seguro está el ternero y la vaca y el cerdo. Dentro, casi no hay luz, pero me sé el camino hasta el lugar donde están Testaruda y Rinconete, que así le he puesto al ternero, es el nombre de un personaje de un libro que nos leía el maestro. Llego hasta sus cuerpos calientes y me acurruco y me entran ganas de mamar de la teta de la vaca como hacía antes de que naciera el ternero, pero ahora no me atrevo, porque la leche es toda para su cría. Me viene la imagen del maestro en la escuela, escribiendo en la pizarra con su cuerpo de culebra que ya no veré más, pero poco a poco, me quedo dormida junto a los animales que, como dice padre, son lo más importante.

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