De cómo no fue, pero pudo haber sido

Reimaginando cómo pudieron haberse conocido mis padres

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Daniel Marcos

Cuando echo la vista atrás siempre me imagino el mundo en blanco y negro; dejo atrás los colores para bucear en esa escala de grises en la que yo aún no existía y que, sin embargo, provoca en mí sentimientos parecidos a la nostalgia.

Hoy propongo a mis lectores un viaje en el tiempo hasta algún punto de los años 60 que se vivieron en la ciudad de Ceuta.

¿Veis a esa mujer? Es Mari Luz, mi madre, pura juventud y belleza con sus poco más de veinte años; piernas estilizadas, atractivas caderas, cabello rizado que cae sobre sus hombros y una mirada dulce que enamora con solo verla pasar.

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Al fondo de la calle podemos ver la persiana levantada de la Sastrería Marcos, a donde ella se dirige. A cada paso que la acerca a la sastrería, puede escuchar la letra de Cuéntame qué te pasó sonando en la radio y una voz varonil que la tararea con maestría.

—Ioa, ioae, ioa, ioae —sonaba cada vez con mayor claridad—; cuéntame qué te pasó… cuéntame qué te pasó… que estaba allá en la playa…

Ese que estáis escuchando es mi padre, Salvador. De profesión, sastre. Unas manos magistrales para la costura, voz de cantante de boleros y aires de actor hollywoodiense.

Están a punto de conocerse; dejemos, pues, que la historia siga su curso y que la magia haga su trabajo.

—Con permiso, ¡buenas tardes! —dijo Mari Luz entrando en la sastrería.

—Cuéntame qué te pasó… cuéntame qué te pasó… —seguía canturreando Salvador sin percatarse de la presencia de ella.

Mari Luz lo miraba trabajar ensimismado al ritmo de la canción.

—¡Buenas tardes! —insistió elevando un poco la voz.

Salvador levantó la mirada y torpemente intentó bajar el volumen de la radio al percatarse de que no estaba solo, dejando caer las telas con las que estaba trabajando al suelo.

—¡Buenas tardes! Disculpe, estaba aquí cantando y cosiendo y no la había visto.

Mari Luz sonrió con ternura al ver la cómica escena.

—Deje que recoja esto y ahora mismo estoy con usted —añadió Salvador sin mirarla directamente.

Se agachó y empezó a recoger las telas, el dedal, la aguja y los hilos cuando sus ojos se posaron en los zapatos blancos que se fundían en perfecta armonía con sus tobillos.

Los ojos de Salvador continuaron por sus pantorrillas y se encontraron con un precioso vestido estampado que dejaba al aire los brazos de Mari Luz.

Embelesado siguió subiendo y se encontró con los ojos de ella, que expresaban algo de timidez al sentirse tan observada.

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Sin embargo, las telas volvieron a caer y rieron los dos.

—Disculpe, parece que estoy un poco torpe hoy —dijo avergonzado volviendo a recogerlas—. ¿Qué se le ofrece?

Mari Luz habló, pero Salvador estaba tan hipnotizado con ese rostro perfectamente enmarcado por los rizos, que apenas pudo entender las palabras que ella le dijo.

—... de Amali, y aquí se lo traía —fue capaz de entender a duras penas viendo como Mari Luz le ofrecía una bolsa con telas.

Viendo la bolsa reconoció el logo del conocido almacén de telas que estaba en Hadú y empezó a entender a lo que ella había ido a la sastrería.

—Ah, sí. Perdón —se disculpó—, el pedido de telas que hicimos ayer, claro —puntualizó mientras dejaba la bolsa en una de las estanterías—. Pero usted, claramente, no es quien viene habitualmente.

—No, soy nueva. Apenas empecé a trabajar ayer y me han mandado a traerle el pedido. Usted debe de ser Salvador, ¿no es así?

—Sí, así es. Soy Salvador, para servirla a Dios y a usted —contestó Salvador, que, aun siendo cristiano, nunca había sido muy asiduo de ir a misa y, mucho menos, de servir a Dios—, pero, ¿cuál es su nombre, señorita? ¿O debería decir señora?

—Señorita, por favor; y me llamo Mari Luz.

—Encantado, Mari Luz. Espero que la envíen aquí más a menudo.

—Igualmente, Salvador.

—Y dígame, ¿qué le debo?

—Serían doscientas cuarenta y tres pesetas.

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Salvador fue a la caja a buscar el dinero; mientras, Mari Luz echó un vistazo con curiosidad por la sastrería. Había una máquina de coser Singer, estanterías con diferentes tipos de tela en las que Mari Luz pudo reconocer algodón, lino y seda, un galán de noche en el que descansaba una chaqueta de caballero y un maniquí vestido con un elegante traje.

Miró a Salvador buscando el dinero y se detuvo sobre el mostrador donde había un libro de la editorial Plaza y Janés.

—La Expedición de la Kon-Tiki —leyó en voz baja.

—Sí, es mi libro favorito. ¿Lo ha leído?

—No, yo soy más de Corín Tellado, pero seguro que es interesante.

—Muchísimo, ya lo he leído varias veces. Si usted quiere, se lo puedo prestar.

—¡Ay, Salvador! ¿No sabe usted eso de que quien presta un libro pierde al libro y al amigo? —y sonrió—. Nos acabamos de conocer, pero no me gustaría perderlo como amigo —dijo algo sonrojada—.

—Tiene usted razón, Mari Luz —dijo guiñándole un ojo, envalentonado al haber notado cómo ella se sonrojaba—. Aquí tiene: doscientas cincuenta pesetas —añadió, extendiéndole la mano—. Quédese con el cambio, Mari Luz, y tómese algo a mi salud.

—Oh, no; no es necesario.

—Insisto, para un café.

Salvador la acompañó a la entrada y la vio alejarse sin apartar la vista de su trasero que danzaba al ritmo de sus caderas al caminar. Mari Luz volteó a mirarlo y dos sonrisas se dibujaron cuando sus miradas se cruzaron.

—¡Salva!, ¿qué?, ¿volvemos al trabajo? —le sorprendió su tío, dueño de la sastrería, que antes estaba en la trastienda, y había salido a buscarlo— ¿Quién es la afortunada?, ¿otra de tus conquistas?, ¿quieres un pañuelo para las babas? —añadió chinchándolo mientras veía cómo los ojos de su sobrino no dejaban de mirar a aquella chica.

—¡Ay, tío! Se llama Mari Luz, ha venido a traer el pedido de Amali y no pienso parar hasta que me case con ella.

Horas después, Salvador, que había pedido permiso a su tío para salir media hora antes, enfundado en la elegante chaqueta que antes reposaba en el galán de noche, se dirigió a la parada de autobús más cercana y subió al de color verde que habría de llevarle a su destino.

Se apeó al llegar al Morro, ando unos metros, se encendió un Winston y lo saboreó canturreando a ritmo de fandango mientras esperaba apoyado en la pared.

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—Canario, tengo un canario que canta, cada vez que yo te nombro y mira si te nombro veces, que mi canario está ronco y eso tú…

—¿Qué canta usted, Salvador?

Estaba tan ensimismado en la canción y el cigarro que no se había percatado de que Mari Luz había salido de Amali, lo había visto y se había acercado.

—¿Y qué hace usted aquí? —dijo ella con curiosidad mientras él sonreía por la inesperada sorpresa.

—Bueno, pues se puede decir que hacer, hacer… lo que hacía era cantar —replicó con salero, sin dejar de mirarla a los ojos—. Y esperarla a usted, por supuesto.

—¿A mí? ¿Y eso por qué? —preguntó ella sintiendo cómo se perdía en sus ojos grises.

—Por si usted, por alguna casualidad de la vida, necesitara un acompañante para volver a casa.

—¿Un acompañante? ¿Y sería usted? Si no nos conocemos.

—¿No? ¿Está usted segura? Yo sé que usted se llama Mari Luz, que es la chica nueva de Amali y que, si se me permite decirlo y, con todo respeto, es usted muy bonita —y volvió a guiñarle un ojo—. Yo, con eso, tengo suficiente para acompañarla a casa.

—¡Ay, qué halagador es usted, Salvador! Bueno, por hoy, está bien, le permito que me acompañe —dijo sintiendo como se le subían los colores—, pero le advierto que vivo muy lejos, quizá usted se canse a mitad del camino y entonces, me deje sola.

—¿Cansarme yo? ¡Yo soy un tío del Norte, Mari Luz! —añadió con seguridad.

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—Ja, ja. Sí, del Norte de África será —comentó entre risas.

—Pues eso, del Norte. Si hasta hago piragüismo y estoy muy fuerte; toque, toque —invitó mientras hacía una pose de forzudo de circo.

—Deje, deje. Y vayamos caminando, que se hará tarde y no quiero llegar a casa de noche.

El camino transcurrió entre risas, preguntas y coqueteos mientras que el atardecer caía como un manto anaranjado sobre Ceuta. Salvador descubrió que Mari Luz tenía un hermano y una hermana, que su padre había fallecido hacía no mucho y que ella, a pesar de que su gran sueño habría sido ser maestra, tuvo que dejar de estudiar por unos molestos dolores de cabeza.

Ella descubrió que a él, además del piragüismo y cantar, le gustaba jugar al mus, escuchar por la radio los partidos del Barcelona y salir a tomar algo con sus amigos y sus hermanos cuando el trabajo en la sastrería se lo permitía y que había hecho la Mili en Ceuta.

También fue testigo del gran sentido del humor que tenía cuando él le contó que había estado siete años siendo cocinero en un barco, otros siete años cantando boleros en América Latina, siete más como pintor en un taller y los últimos siete siendo cura en una parroquia de Portugal. Y como ni a él ni a ella le salían las cuentas y nada de aquello sonaba realmente verosímil, echaron a reír.

—También me gusta pescar; de hecho, hace no mucho gané un premio por coger una buena pieza en la playa del CAS y me dieron dos botellas de cerveza y una botella de lejía.

—¡Curioso premio! —comentó ella sorprendida—. Pues bien, hemos llegado. Aquí vivo. Muchas gracias por acompañarme, Salvador. Espero que usted no viva muy lejos, que ahora se va a tener que ir solo.

—Si usted quiere, Mari Luz, me puede acompañar; así no me iría solo, claro que después la tendría que volver a acompañar yo a usted y así sucesivamente y, si usted no quería llegar de noche, ya iba a ser una tarea imposible.

Mari Luz rió y se despidió con la mano al entrar en el pasillo que daba al patio de la calle Simoa donde vivía.

Con brillo en los ojos, Salvador volvió feliz a su casa en la Calle Larga, pensando en su próximo movimiento para conquistarla.

A la mañana siguiente, a Mariluz la despertó el sonido de alguien llamando a la puerta de su casa. Abrió los ojos despacio, se desperezó y se levantó de un salto al escuchar su nombre en la voz de un muchacho de apenas diez o doce años.

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—Sí, es aquí —decía la voz de su madre sorprendida.

—¿Quién es? ¿Quién me busca? —preguntaba Mariluz acercándose a la puerta mientras terminaba de abrocharse la bata.

—No sé, Mari, este chico trae unas flores y pregunta por ti. ¿Hay algo que no me hayas contado?

—¿Unas flores? ¿Para mí? —añadió ruborizada—. ¡Ay! ¡No será verdad! ¿Contarte? ¡Ay, no, no! —titubeó nerviosa—. Déjame.

—Tome, señorita; un hombre muy elegante me ha dado tres pesetas para que se las trajera —dijo el chico.

Mari Luz recogió las flores y hundió la cara en ellas, dejando que el cremoso aroma la invadiera por unos segundos. Salió huyendo a su cuarto y cerró la puerta un poco alterada.

Su madre empezó a llamar con el nudillo y a hacer preguntas indiscretas que Mariluz, embelesada por las flores, ignoraba.

Era un conjunto floral de corte clásico compuesto, por dos gardenias, llamanovios y hojas de helecho y laurel. Todo ello atado con una cinta de raso blanca.

Rápidamente le vino a la mente la canción de Antonio Machín y un intenso calor escalofriante le recorrió todo el cuerpo. Fue entonces cuando vio el elegante sobre que lo acompañaba.

Con dedos temblorosos y movimientos torpes se deshizo del lacre y sacó la nota, escrita a mano con una caligrafía sencilla y desenvuelta.

—También estuve siete años cuidando de un jardín y elegí las flores más bonitas para ti —leía Mari Luz en voz baja mientras su madre parecía que iba a romper la puerta con los golpes—. Y no sé si estaré otros siete años allí o no, pero, como mínimo, voy a estar esperándote el sábado a las cuatro en la puerta del cine Terramar. Firmado: S.

¿Le habrá gustado? ¿Se habrá enfadado? ¿Querrá ir al cine conmigo?

Esos y otros pensamientos se agolpaban en la cabeza de Salvador mientras trataba de hilvanar, sin éxito, un pantalón en la Singer.

—¡Ay, Salva! ¡El amor! —recitaba su tío en tono poético—. Esta vez parece que te ha dado fuerte de verdad, sí, pero, ¿te importaría concentrarte un poco en lo que estás haciendo?

Aquel jueves y ese viernes parecieron dilatarse en la eternidad, jugando a no terminarse nunca. Parecía que el sábado iba a tardar un año entero en llegar, pero llegó.

Salvador había pedido la mañana libre en la sastrería y fue al barbero donde lo afeitaron, pelaron y peinaron. Volvió a casa y planchó su mejor camisa. Dejó todo preparado para esa tarde.

¿La dejarán acudir a la cita? ¿Se arrepentirá por el camino?

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El nombre de Mari Luz no dejaba de recorrer su mente mientras se recreaba en el recuerdo de aquel rostro tierno que lo miraba con dulzura.

—¿Salvi? Que si vas a querer un huevo o dos —protestó su madre—. Este niño está en babia hoy.

—Uno, uno. —balbuceó Salvador.

Se sentaron a la mesa y Salvador, con el estómago cerrado por los nervios, apenas probó bocado.

A las tres salió de casa y se dirigió hacia el lugar de la cita.

¿Vendrá?

Mari Luz tampoco comió, muerta de nervios. ¿Debería ir? Casi no lo conocía, pero era tan guapo y tan gracioso que le costaba resistirse a sus encantos. ¿Y si no era capaz de resistirse? ¿Y se dejaba llevar demasiado lejos y después se arrepentía? Dicen que todos los hombres son iguales y que solo buscan lo que buscan. Mari Luz no tenía muy claro qué era exactamente eso que buscaban los hombres, pero su madre y sus compañeras del almacén se lo habían dicho tantas veces que suponía que no podría ser nada bueno.

Miró el reloj de la cocina mientras fregaba los platos: las tres menos cuarto, si no empezaba a prepararse ya, no le iba a dar tiempo de llegar.

Si se quedaba en casa quizá se arrepentiría toda la vida. ¿Y si esa era la única y última oportunidad que le daba Salvador? Un hombre tan guapo tendría a muchas detrás y no tendría por qué esperarla a ella, que era una chica de lo más normal. Quizá nunca podría volver a contemplar esa bonita sonrisa ni a escuchar sus encantadoras bromas.

Su hermana estaba estudiando y su hermano había ido a jugar a la pelota con sus amigos a la calle, su madre estaba preparándose para dormir la siesta. Era ahora o nunca.

Consumida por la inquietud y la duda empezó a preparar la ropa, solo por si acaso.

Volvió a echar un ojo al reloj: las tres. Se miró al espejo donde pudo ver, tras ella, las flores que Salvador le había enviado, sonrió y se convenció de que todo iría bien, rozó con sus dedos los pétalos de las gardenias y se le escapó un suspiro; se vistió y salió de puntillas para no alertar a su madre, dejándole una nota encima de la mesa camilla en la que le decía que se iba al cine con unas amigas.

El Cine Terramar aparecía imponente en Hadú, frente al Cuartel de la Guardia Civil. Carteles de diferentes películas adornaban su fachada y muchos jóvenes hacían cola a la sombra de las marquesinas.

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Salvador, vestido con camisa blanca, pantalón de pinza beige y chaqueta a juego con él, esperaba en la puerta con dos entradas en la mano, temeroso de que ella hubiera decidido no acudir a la cita. Miraba su reloj de bolsillo impaciente. Ese reloj se lo regaló su padre un par de años antes; era dorado y en la tapa se podía ver un relieve de un pescador que Salvador recorría ansioso con los dedos de su mano derecha y mirando a ambos lados de la calle por si la veía aparecer.

Las cuatro menos veinte.

Todavía es pronto.

Las cuatro menos cuarto.

Puede que haya salido tarde de casa.

Menos diez.

¿Habré sido demasiado atrevido al invitarla?

Menos cinco.

Seguro que no va a venir.

Las cuatro en punto.

Me puedo dar por plantado.

Las cuatro y cinco.

Y allí estaba ella.

Falda plisada por encima de las rodillas, una blusa blanca y un lazo, también blanco, en forma de moña sujetándole el pelo. El Sol la iluminaba de frente, enmarcándola en un haz de luz.

El corazón de Salvador dio un vuelco y empezó a acelerarse. No sabía si ir hacia ella, seguir respirando o quedarse inmóvil admirando cómo se acercaba.

De lo que sí estaba completamente seguro es de que ella era la mujer de sus sueños.

—Buenas tardes, Salvador, perdón por el retraso.

No se preocupe, ya le dije en la nota que la podría esperar siete años si hiciera falta.

—Muy bonitas las flores, por cierto —dijo entre risas.

—Seguro que no tan bonitas como usted, Mari Luz. Y déjeme decirle que el color blanco le sienta de maravilla —contestó Salvador mientras Mari Luz se sonrojaba—. Espero que le gusten los musicales y las historias de amor. He sacado las entradas para la sesión de las cuatro y media de West Side Story.

—¡Acertó usted! Me encantan las películas románticas y seguro que esta es preciosa.

El acomodador, al que Salvador dio una generosa propina, los llevó a los asientos elegidos. Mari Luz agradeció, internamente, que no fueran los de la última fila, por eso que se decía que pasaba allí.

Salvador se quitó la chaqueta y la puso en el asiento de al lado mientras Mari Luz se sentaba. Antes de ocupar su lugar, se paró a mirarla una vez más; la luz tenue de la sala le daba un toque misterioso a su dulzura y Salvador sintió como se le secaba la garganta.

—Dos Mirindas, por favor —ordenó al chico de los refrescos—. ¿Algo dulce? —preguntó Salvador a Mari Luz mientras sacaba un cartucho de garrapiñadas de su bolsillo—. ¿O algo salado? —añadió haciendo lo propio con un cartucho de pipas.

—Está usted en todo, Salvador. Las garrapiñadas, por ahora, estarán bien.

La película comenzó y ambos volvieron a mirarse y a sonreír mientras los créditos iniciales aparecían en pantalla. Durante un instante fue como si en la sala solo estuvieran ellos dos.

Mari Luz y Salvador compartieron las garrapiñadas y las pipas, dejando que sus dedos se rozaran en cada intercambio.

Entonces, llegó la escena de la pelea con navajas en el descampado. Mari Luz se estremeció por la tensión y su cuerpo, instintivamente, se inclinó hacia Salvador. Él, sintiendo que debía, de algún modo, protegerla, puso su brazo con suavidad encima de sus hombros, rodeándola con ternura. Ella se dejó abrazar, apartando los pensamientos de culpabilidad y miedo que la rondaron al sentir el brazo de Salvador.

Más tarde, la escena en la que la pareja protagonista canta Tonight en las escaleras de incendio, cuando él la besa a ella en la frente. En las butacas, Salvador tenía la frente de Mari Luz a apenas unos centímetros y dudaba entre emular la escena que acababan de ver o no hacer nada; Mari Luz volvió a acomodarse en el asiento y Salvador, al notar su incomodidad, decidió quitar su brazo de los hombros de ella.

Apenas quedaban quince minutos para que la película terminase cuando el protagonista muere en los brazos de su amada.

Mari Luz no pudo contener las lágrimas.

—Use mi pañuelo, Mari Luz, no deje que esos ojitos se empañen con las lágrimas —dijo ofreciéndole un pañuelo con sus iniciales bordadas.

—Gracias, Salvador. ¡Qué pena! Después de tanto sufrimiento, no pudieron terminar juntos.

Salvador, al verla tan afligida, abrió sus brazos y la invitó a acercarse.

Salieron del cine y la tarde invitaba a pasear. Bajaron en silencio, con las escenas de la película aún grabadas en sus retinas, hasta los recién nombrados Jardines de la Argentina.

—Le propongo un juego, Mari Luz.

—¿Un juego? Usted siempre con estas cosas.

—Hágame caso, que será un juego muy divertido. ¿Sabe usted que las nubes, en realidad, no son nubes?

—¿No? Entonces, ¿qué son, Salvador?

—Lo que usted y yo queramos, solo tenemos que usar nuestra imaginación. Déjeme que le enseñe.

Salvador se quitó la chaqueta, la dejó sobre el césped y se recostó.

—Póngase aquí, mujer —dijo dando unos pequeños toques con la palma de su mano en la chaqueta.

Mari Luz dudó. ¿Estaba bien que se tumbara al lado de Salvador? Iban a estar, quizás, demasiado cerca. Puede que no fuera lo más adecuado. Miró a Salvador y esos ojos arrebatadores y esa sonrisa de galán de cine disiparon todas las dudas.

Se tumbó a su lado, dejando que sus antebrazos se rozaran.

—Y ahora empieza el juego, Mari Luz. Mire al cielo y dígame qué ve.

—Nubes, Salvador. Veo nubes… y algunas palomas.

—No, fíjese bien, Mari Luz. Mire aquella de allí —dijo señalando con el dedo-, siga mi dedo. Si usted se fija bien puede ver que tiene forma de corazón. Y mire aquella otra, esa parece una guitarra. Y aquella, mire aquella. Dígame usted que no ve a un oso de peluche.

—¡Ay, Salvador! Tiene usted tanta imaginación. Es usted un soñador, sin duda.

—No, no es eso, Mari Luz; es que estuve siete años trabajando en un avión, dándole forma a estas nubes, para que usted y yo las viéramos hoy.

Mari Luz rió al escuchar de nuevo la broma recurrente de los siete años.

—A ver, Mari Luz, míreme.

—¿Que le mire? —preguntó ladeando la cabeza hacia él.

—Sí, sí. Así. Usted dirá que yo tengo mucha imaginación, pero lo que veo en sus ojos cuando la miro es miel y dulzura.

Posó su mano sobre la suave piel del rostro de ella.

Sus miradas se fundieron en una sola.

Cada vez más cerca.

Un poco más.

Un poquito más.

—Se hace tarde, Salvador. No puedo llegar de noche a casa —espetó Mari Luz levantándose de golpe y alisándose la falda.

—Por supuesto, Mari Luz —dijo él sin reproche alguno —. Yo la acompaño, igual que el otro día.

El Sol empezaba a caer y la temperatura bajó unos grados. Salvador se quitó la chaqueta y la puso sobre los hombros de ella, que agradeció el gesto con una sonrisa.

—¿Puedo cogerla de la mano, Mari Luz?

—No sé, Salvador. Me da un poco de vergüenza, pero como quiera usted.

—Pero Mari Luz —dijo cogiendo su mano—. Si me sigues llamando de usted, voy a empezar a sentirme viejo y, aunque envejecer a tu lado me encantaría, por ahora, prefiero que nos sigamos sintiendo jóvenes.

Mari Luz rió de nuevo y aceptó el tuteo.

Siguieron andando, cogidos de la mano, todo el camino. Salvador, con sus dedos, hacía cosquillas en el dorso de la mano de Mari Luz y ella, aunque feliz de estar recibiendo esos mimos, miraba, de vez en cuando, a todos lados, pidiéndole a la Virgen de África que, por favor, no la viera nadie conocido.

Unos minutos después estaban en la esquina que daba a la calle Simoa.

—Si no le importa, Salvador, aquí le voy a soltar la mano.

—¿Otra vez de usted, Mari Luz? —dijo con condescendencia. Claro, no te preocupes. Mira, hagamos un trato. Yo te devuelvo tu mano y tú me devuelves la mía. ¿Te parece?

—Me parece, Salvador.

Bajaron la cuesta y llegaron al umbral del patio de Mari Luz donde el olor de las damas de noche se mezclaba con los últimos rayos de Sol.

—¿Cuándo nos veremos de nuevo? —preguntó Mari Luz con risueña curiosidad.

—¿Vernos? Por mí —contestó volviendo a agarrarla de la mano y atrayéndola para sí mismo—, hasta que la muerte nos separe.

Y entonces la besó.

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Sus labios se unieron con los primeros rayos de luna y comenzó la más bonita historia de amor.

Meses después, cuando su relación ya estaba más que formalizada, mi padre fue diagnosticado con asma ocupacional textil y tuvo que dejar de trabajar en la sastrería.

Sin embargo, una nueva puerta se abrió cuando, al recoger sus cosas de allí, cogió su libro favorito, vio el logo de la editorial y decidió emigrar a Barcelona para probar suerte como agente comercial en Plaza y Janés.

El 24 de marzo de 1968 se casaron en la Iglesia de los Remedios y mi madre, entonces, también viajó a Barcelona.

Tres años después, el 26 de diciembre de 1971, en Mollet del Vallés, nació mi hermano, que heredó el nombre de mi padre,

además de otros tres más que se fue quitando poco a poco de registros oficiales y del DNI.

En el 79, ante la compra de Plaza y Janés por un inversor alemán y con la consiguiente reducción de plantilla, mis padres y mi hermano volvieron a Ceuta.

Y, más tarde, el 29 de junio de 1985, nací yo, el que hoy les escribe y que ha aprovechado el Día de los Enamorados para contar cómo no ocurrió, pero pudo haber ocurrido, el primer encuentro y el inicio de la historia de amor de sus padres que, como ya predijo él, fue para toda la vida y hasta que la muerte los separó.

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