Patriotas, alerta: España se rompe

El texto aquí reproducido ha sido extraído de la monografía “La esquimalización de España: una amenaza incontestable”, del antropólogo alemán Johannes Karl von Rundengrün

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Anselmo F. Caballero

Apostado junto a su iglú, Adelaido Sánchez del Pinar Delgado de Mendoza y Cifuentes Ortiz de Mendíbil, nacido Egingwah, contempló abatido la desolación de su patria.

Por mucho que oteó el horizonte, no halló rastro de la feracidad de los verdes pastos cántabros.

¿Dónde se escondía el tibio sol primaveral que otrora inundara los patios sevillanos, festoneados de multicolores flores meridionales?

Sustituido por un frío intenso e inmisericorde.

¿Y qué fue de las rubicundas arenas de las playas levantinas?

Sepultadas por un manto blanco, gélido y estéril.

«¡Malditos bastardos, al final lo hicisteis!», bramó Egingwah, rebautizado Adelaido, presa del desconsuelo que perturbaba su ánimo. Incitados por el eco de aquel lamento, los roquedales, las escarpadas montañas, las cimas inaccesibles devolvieron el eco de un estertor quejumbroso.

«No, decididamente Egingwah no es el mismo desde que se golpeó en el occipucio con el asiento del trineo», susurró Atuqtuaq al oído de su esposa en tono confidencial. Quien fuera el amigo más cercano de aquella desdichada criatura, conocida por su pericia en la talla del colmillo de morsa, tenía razón.

Adelaido, antaño Egingwah, había desarrollado a consecuencia del accidente una monomanía estrafalaria que mantenía en la permanente estupefacción a los habitantes del poblado inuit en el que había nacido. Y era el caso que aquella criatura noble y generosa, el más afamado cazador de osos de toda la Isla de Baffin, perturbado por la conmoción cerebral causada por el infausto tropezón, había cultivado un desvarío que le llevó a creerse un español genuino natural de la gaditana localidad de Villaluenga del Rosario.

Narran los testigos del suceso que Adelaido, otrora Egingwah, aturdido por el golpe, apenas acertó a levantarse miró en derredor suyo y, llevándose la mano al cogote, musitó con la voz queda de los conmocionados recientes: «Me duele España». Aquellas palabras confundieron a los inocentes inuits, quienes habrían considerado más ajustado a la naturaleza del incidente que Adelaido se hubiese quejado de un terrible dolor de cabeza, pues, al fin y al cabo, allí fue donde se llevó el porrazo.

Nuliajuk, progenitora del atribulado Adelaido, escrutó el cuerpo de su vástago con la esperanza de localizar en algún lugar de su anatomía esa España de la que se dolía. Mas no la encontró. (Para una completa y cabal comprensión de los hechos que aquí se narran resulta justo aclarar que el escenario donde transcurrieron los acontecimientos, situado en un lugar indeterminado del Canadá septentrional, se halla más próximo al Polo Norte que a Villaluenga del Rosario).

Ajeno a la devastación que su transformación había sembrado en el ánimo de sus paisanos, Adelaido Sánchez del Pinar Delgado de Mendoza y Cifuentes Ortiz de Mendíbil -¿dónde andará Egingwah?- fijó su mirada en aquellas extrañas criaturas que le rodeaban, unos tipos bajitos de piel cobriza y lacios cabellos que comentaban consternados en la incomprensible jerga inuktitut, su lengua nativa, el suceso al que les había sido dado asistir. En su chaladura, Adelaido se convenció de que la profecía había acabado por cumplirse: la conspiración urdida para sustituir a los españoles nativos por aquellos odiosos inmigrantes llegados desde todas las latitudes había culminado con éxito. Vascongados, andaluces, astures, castellanos, riojanos habían sido extirpados del solar patrio para dejar su lugar a aquellos homúnculos de piel oscura que hablaban una jerigonza horrísona con la que pretendían sumir en el olvido la hermosa cadencia y sonoridad de la milenaria lengua castellana. «¡Viva España, viva España!», vaciló su voz gemebunda antes de que, desfallecido por la pena y el desaliento, cayera desvanecido sobre el helor de la nieve mullida.

Acuciado por la urgencia de la amenaza y en coherencia con la enajenación de la que era presa, Adelaido –ya no queda nada de Egingwah- adoptó una resolución cuya ejecución juzgó inaplazable: emprender la reconquista. Se conjuró consigo mismo para que sobre su amada España -amenazada por aquel proceso de esquimalización cuya inminencia había vaticinado- empezara de nuevo a amanecer. La tradición acudiría en su auxilio.

Robó del kayak de su vecino Nukappiak un impermeable confeccionado con intestino de foca que se apañó para teñir de rojo. Sigiloso y armado tan solo con la prenda sustraída, se aproximó a una morsa que se había alejado de la manada. Haciendo mediar una distancia prudente, la citó extendiendo grácilmente el impermeable. “Eheeé”, llamó a la morsa que, ajena a la existencia del arte de Cúchares, dedicó una mirada indolente al retador para, de inmediato, volver al sueño reparador del que había sido arrebatada.

No era Adelaido un español pusilánime, desde luego. Así que, empeñado en rescatar a España de su sopor, volvió a citar sobre largo al animal que, ante la insistencia, bizqueó enojado para lanzar a continuación un bufido de enfado y arremeter contra aquel desgraciado que de aquella insolente manera incomodaba su descanso. Y allá fue la morsa, y aquí la recibió Adelaido, erguido y pinturero, a porta gayola, un artificio que aquel mamífero pinnípedo de la familia de los odobénidos no vio venir. Furiosa por el engaño del que había sido víctima, la morsa retornó sobre sus pasos, reemprendió la fatigosa carrera y esgrimiendo sus afilados colmillos atacó a aquella estrafalaria figura con toda la mala intención de la que solo es capaz un bicho del Ártico. Mas Adelaido, inspirado por Belmonte, Joselito y Morante de la Puebla, supo sortear la acometida de la bestia administrándole una larga cambiada que, de haberlo habido, habría puesto en pie al tendido.

Y allí fue una revolera, y aquí una media verónica, y más allá una chicuelina. Un impecable par de banderillas, un pase de pecho, una manoletina que hizo enojar a la morsa por lo inesperada y un estocazo en el hoyo de las agujas. Ya se veía Adelaido –Egingwah nunca leyó el Cossío- saliendo por la puerta grande a hombros de su cuadrilla con las orejas de la alimaña en sus manos y ovacionado por el respetable. Mas no hubo tal. Las morsas carecen de orejas.

Los inuits contemplaban pasmados las disparatadas evoluciones de Egingwah sobre la nieve. Tras un breve conciliábulo, acordaron convocar un consejo de ancianos con el propósito de buscar una cura para sanar la insensatez de aquel que tan querido había sido en el poblado. Pero entonces ocurrió lo inesperado.

Un témpano de colosales proporciones se desprendió de la plataforma de hielo sobre la que Adelaido acababa de vencer a la morsa haciendo uso de la más española estrategia jamás vista en tierras árticas.

«Catacroc».

Y fue entonces cuando Adelaido -el rostro compungido, las manos crispadas aferrando el recién renovado carné de afiliado de Vox, el ánimo devastado- lo supo: España se había roto definitivamente.

«Allá va Sant Feliu de Guíxols», se dijo, antes de caer de rodillas para llorar desconsoladamente la pérdida de su patria mientras el témpano navegaba mar adentro camino de la República Catalana Independiente.

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