DÍA DE CEUTA
Manifiesto del MDyC por el Día de Ceuta
Mi bisabuelo por parte de padre, un tipo rudo al que llamaban el Centurión, siempre estaba protestando en aquellos años porque su esposa andaba de contínuo en casa del vecino. “Juana, deja ya al vecino”, rumiaba en aquellos años en que la mujer era la responsable en exclusiva del funcionamiento del hogar. El vecino, no malpiensen, era el Cristo de Medinaceli; mi familia hunde sus raíces en aquel Príncipe Alfonso que tan entrañables recuerdos dejó en quienes lo vivieron. Mi tía y sus primas eran las encargadas muchos años de hacerle los últimos arreglos al ‘melenas’ antes de salir por las puertas de una Iglesia, la de San Ildefonso, a cuya puerta siempre estaba abierta la tienda de Paco Reviriego: el viejo cartero del Príncipe, que conocía mejor que nadie aquella barriada. A Paco, a pesar del cambio social vivido en la barriada en las últimas décadas, nunca le faltó nadie el respeto en el lugar. Tampoco a María, un terremoto que aún anda entre nosotros con la energía de siempre, y que todas las tardes durante años estuvo subiendo a ayudar a los franciscanos a lo que hiciera falta. No al culto del Medinaceli, sino a cambiar pañales, limpiar baños o dar de comer a personas tan desahuciadas que ni eso podían. A día de hoy, sigue luciendo su cruz de madera en el pecho y haciendo, afortunadamente, de las suyas.
Eso era por vía paterna. Por vía materna -soy nieto, orgulloso, de las dos Españas- la cosa iba por otros derroteros. Mi madre recuerda, siendo niña, que la consigna era “dice mamá que me duelen los oídos”. No es que tuviera entonces problemas auditivos, pero aquel Barrio de las Latas era tránsito habitual de la temida pareja de la Guardia Civil. Si aparecían, se advertía con la mencionada frase a aquel cascarrabias comunista que tuve por abuelo materno que bajase la radio en la que escuchaba a La Pasionaria, Santiago Carrillo y demás miembros del PCE en exilio a través de Radio Gibraltar. De el conservo algún tesoro: un anillo, unos cuantos libros de Julio Verne y una cruz tallada por el con madera de uno de los barcos y un Cristo plateado que a saber de donde demonios salió. En sus últimos años, siempre me preguntaba si había salido Los Remedios: el paso que cargó sobre sus hombros no por fe, sino porque se lo pagaban bien y con cuatro bocas que alimentar siendo estribador del Puerto, la ocasión la pintan calva. “Yo no creo en Dios, yo creo en Cristo”, me decía. Apunten esa frase, si les interesa, en las modestas pertenencias que legó a quien suscribe…
Lo he dicho en muchas ocasiones: mis picos de fe, cuando son altos, andan en la laxitud. Pero llegando la época que ahora nos atañe es recordar pirulíes, arroz con leche, torrijas o bacalao en las más diversas y variadas recetas. Aparte de aquellos días sin colegio, decir Semana Santa para aquellos niños del Polígono de arriba (en épocas conocido como el ‘Si lo se no vengo’) era subirnos a Hadú para cuando pasara el Medinaceli, y tratar de adivinar quien era el preso liberado cada año, o para el Encuentro Chico. No me crie muy lejos del cuartel de la Guardia Civil, por lo que algunos de nuestros compañeros de colegio o juegos salían siempre detrás del Cristo de Hadú.
A medida que me fui haciendo mayor (y ya empiezo a serlo tanto que hasta duele recordarlo), mis obligaciones profesionales me llevaron a trabajar contando cosas. Yo tenía veinte años y más tonterías que un mueble bar. No había hecho la mili por un problema rotuliano y alguien me preguntó si me gustaban los militares y las cofradías. “De no haberme librado, habría sido objetor y soy ateo”, dije con el ánimo de librarme de ambas cosas. ¿Adivinan a quien le encomendaron, en esta casa, los temas de militares y hermandades?... Y poco a poco, ya en la veintena de años, fui conociendo la Semana Santa de Ceuta. Sigo sin saber que es ir de costero a costero -para según que cosas soy más burro que un bocadillo de escombros-, pero volviendo la vista a aquellos años me avergüenzo de haber pensado alguna vez que esas imágenes eran hermosos trozos de madera. Lo son, pero significan muchas cosas, como lo significa aquel al que representan.
Porque hoy en día sigo sin imaginar mejor retrato de las esencias de Ceuta que el del Medinaceli junto a Sidi Embarek. Me sigue estremeciendo el recuerdo de aquel momento de pánico, días después de que a España le reventase el corazón en varios trenes, vivido en el traslado cuando en pleno silencio se escuchó el ruido de un petardo o una lata al romperse. Recuerdo como auténticas lecciones de vida las confesiones de muchos de los presos liberados por esa imagen, que contenían las lágrimas mientras alcanzaban la libertad con un capirote.
Hoy en día, Manzanera, Villajovita, el Valle o la Encrucijada me siguen dejando sabor a barrio. El silencio del Descendimiento saliendo de esa pequeña plaza en la que se esconde un hermoso oratorio, un Veracruz que es patrimonio incalculable no solo de la cristiandad sino de Ceuta entera. Amargura y Flagelación son, en sus salidas, auténticos desafíos a la gravedad y la arquitectura mientras que el Santo Entierro o la Expiración siguen teniendo cierto atractivo crepuscular. Las Penas es coraje y calle, mientras que el paso del Triunfo siempre me trae ese aroma a sencillez, inocencia y alegría. No me he olvidado de Los Remedios ni del Encuentro, pero a medida que pasan los años, o por mucho que lo hagan, nunca me olvidaré del cariño con el que Quino Curado trató siempre a quien, ni de amigos como Pepe Gutiérrez (cada año peor, maestro: solo Antonio Martín, tu y yo sabemos a que me refiero) o Ángel Sotomayor. Y no; no imagino que la Esperanza y el Nazareno se encuentren si no suena El Novio de la Muerte.
Hace cinco años, el pánico en la cara de Jesús Bollit y cuantos le acompañábamos en el momento de anunciar la suspensión de la Semana Santa por primera vez desde la Guerra Civil. Horas después, se cerraba la frontera y España se confinaba en sus casas. La leyenda del padre Huelin, “pisadlo, es lo que os falta” o tantas noches de manta y sofá viendo, un año más, Ben Hur, Las Sandalias del Pescador o Los Diez Mandamientos. O de aquel Pasaje Fernández que el urbanismo se llevó por delante y ese Pepe Durán del que nunca se supo si cosía o directamente acaraciaba los mantos a la hora de restaurarlos.
Por no hablar de que aquello de que Cristo es Dios hecho hombre me parece una metáfora perfecta. ¿Cuántos cargamos con la cruz de la salud, la escasez económica o directamente pobreza, el desamor, el hijo que no nos habla, la ausencia del ser querido, las drogas, el juego o la soledad?. ¿Cuántos no hemos querido quitarnos alguna vez la corona, cuantas veces nos hemos levantado para caernos de nuevo? ¿Cuántas Magdalenas han sido despreciadas, cuantos Longinos, Pilatos o Barrabases no nos hemos encontrado en nuestra vida? ¿Cuan grande no fue el imperio romano, que a día de hoy estamos conmemorando una de sus mayores fechorías?.
El año pasado, estaba recogiendo mi casa cuando escucho un extraño ruido. Mi hija había cogido una espumadera y la tapa de una sartén. y andaba dando golpes con cierto soniquete por toda la casa. Cuando le pregunté qué hacía me dijo “los tambores, como el Jesús”. Acabábamos de llegar de ver el traslado del Señor de Ceuta. Ella nació poco después de la Semana Santa de 2018. Aquella travesura me hizo pensar que la Semana Santa, seamos o no creyentes, no es solo una tradición. Es la crónica repetida de miles de vidas como la de quien suscribe.
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