EDITORIAL
Día histórico en Ceuta
Jorge Mario Bergoglio ha muerto. El primer papa americano de la historia, el hombre que eligió llamarse Francisco en honor al santo de los pobres, nos deja a los 88 años en su residencia de Santa Marta, en el Vaticano. No era un papa más, y eso lo sabían tanto quienes lo aplaudían como quienes lo criticaban. Desde que apareció por primera vez en el balcón de San Pedro con su sencillez desarmante, Francisco se convirtió en un símbolo de cambio para una Iglesia que llevaba tiempo pidiendo aire fresco.
El suyo no fue un pontificado cómodo ni para él ni para los que prefieren que nada se mueva. Con él llegaron los gestos cercanos, los viajes incómodos, las palabras valientes y también, claro, las polémicas. Habló de los migrantes como hermanos, de los homosexuales como hijos de Dios y de los pobres como el centro del Evangelio. Muchos lo adoraron por eso; otros, dentro y fuera de la Iglesia, no tanto.
Pero Francisco nunca se escondió. Ni en los escándalos de abusos, ni en las crisis internas, ni en su propia fragilidad física. Siguió viajando, escribiendo encíclicas que hablan de ecología y justicia social, y manteniendo ese estilo suyo tan argentino, tan de calle, tan pastoral. No fue perfecto, como nadie lo es, pero sí fue honesto, y eso, en estos tiempos, vale oro.
Hoy el mundo despide a un papa que no se parecía a ninguno. Que prefirió un apartamento sencillo a los lujos del Palacio Apostólico, que se subía a un utilitario y que llamaba por teléfono a quien le escribía una carta. Un papa que habló de misericordia cuando lo fácil era el juicio, y de puentes cuando lo tentador era levantar muros.
El papa Francisco ha muerto. Pero su legado, su forma de entender el Evangelio y su manera de vivir la fe, seguirán resonando dentro y fuera de la Iglesia durante muchos años. Porque cuando alguien se atreve a ser coherente con lo que predica, lo recordamos no solo por lo que dijo, sino por lo que hizo. Y Francisco hizo mucho.
También te puede interesar
Lo último