La educación especial no puede seguir así
La educación especial se ha convertido, poco a poco, ante un cúmulo de irresponsabilidades culpables, indiferencias bochornosas, esfuerzos solitarios desesperados y vocaciones frustradas, en el auténtico talón de Aquiles del sistema educativo local.
Desde hace aproximadamente cinco cursos, se repite, de manera invariable, el mismo ciclo que nos está llevando a ninguna parte. Cuando llega la hora de planificar el Curso (sobre el mes de mayo aproximadamente) en la Dirección Provincial saltan las alarmas (las mismas). “Se avecina un volumen de población escolar de educación especial que no podemos asumir”. San Antonio (único centro de Educación Especial de la Ciudad) está absolutamente repleto, no cabe nadie más. Las diez aulas específicas que ya logramos que nos autorizaran en cursos anteriores (4 en CEIP y 3 en IES) y las seis aulas TEA, están saturadas. Y ya sabemos que para el próximo curso hay que escolarizar, como mínimo y con suerte, cuarenta alumnos y alumnas nuevas. Asediados por los informes (concluyentes), los lamentos (de los responsables) y los agobios (por impotencia), se solicitan (se suplican más bien) “más aulas específicas” para salir del paso, aunque sea provisionalmente. En Madrid, primero se espantan (¡cómo es posible!, ¡si dobláis o triplicáis la media nacional!). Después lo asumen (“algo hay que hacer”). Barajan posibilidades… para terminar autorizando la apertura de nuevas aulas en los CEIP (parece que este año, serán cuatro). Es la “solución más simple y cómoda”. Ellos llaman “abrir un aula” a habilitar un espacio disponible en un colegio y contratar un PT más (reabsorbiendo el cupo de maestros de infantil que se va perdiendo por el descenso en un casi 50% del alumnado de infantil). Eso es todo. Eso da para “salvar los muebles” y poder anunciar a primeros de septiembre que “el curso ha comenzado con absoluta normalidad”. Es el único objetivo, “ganar tiempo”, y poder diferir las responsabilidades a futuros gobiernos (esto les gusta mucho a los partidos políticos).
Lo que no se quiere decir y nadie pretende analizar es que esto es un absoluto desastre desde la perspectiva del derecho a la educación de las familias afectadas (que no se debe confundir con disponer de una plaza escolar), de la profesionalidad de los docentes y del funcionamiento integral de los centros.
La educación especial en nuestra Ciudad carece, en primer lugar, de una definición clara y consecuente del modelo de inclusión que se considera el más adecuado. Se regula por una norma absolutamente obsoleta, con más de quince años de antigüedad que no contempla soluciones ni respuestas educativas a una realidad que ha cambiado sustancialmente desde que se publicó. No existe una planificación pedagógica de cómo afrontar tan compleja situación, más allá del recurrente “que cada centro haga lo que pueda”. No existe un plan de dotación de recursos, ni humanos ni materiales. Se obvia, por completo, el papel decisivo y determinante que en este segmento educativo desempeñan los profesionales complementarios (cuidadores, asistentes educativos, “maestros sombra” o fisioterapeutas). A lo que hay que añadir la vergonzosa deserción de otras instituciones que podrían (y deberían) involucrarse y comprometerse en esta causa, y que pertrechados en la patética trinchera de “las competencias”, se desentienden de un problema que afecta a centenares de familias ceutíes. Especialmente llamativa es la posición del Gobierno de la Ciudad que, manejando anualmente más de cuatrocientos millones de euros, y derrochando decenas de ellos en asuntos que tampoco son de sus competencias y de una importancia social infinitamente inferior, se niega de manera tan obstinada como hipócrita a invertir recursos para atender a un colectivo cuya vulnerabilidad estremece.
Esta Ciudad tiene que tomarse en serio, muy en serio, el problema de la Educación Especial Lo que está sucediendo es indigno e indignante. Una indecencia en su estado más puro. Hay que asumir como una prioridad social que todas las administraciones, instituciones y agentes implicados, consensuen, diseñen y desarrollen un Plan Estratégico que, partiendo de un diagnóstico sincero y honesto, y fundamentado en un modelo realista y ambicioso de la inclusión, incluya todas las medidas necesarias para que el principio de equidad educativa, que emana de nuestra Constitución, no quede en la más inane retórica condenando a miles de personas a verse privadas de un derecho fundamental, a centenares de docentes a la angustia y la frustración, y a una Ciudad en su conjunto a convertirse en un horrendo paradigma de insensibilidad e insolidaridad.
Lo que sucede, como en otros muchos casos y ocasiones en la vida, es que la maquinaria no se puede detener en espera de que los “planes maduren”. Esta es una de esas situaciones en las que te ves obligado a “atarte los cordones de las zapatillas mientras corres”. Hay que hacer algo antes de septiembre. Sin abandonar la tarea de organizar el futuro (que es lo más necesario, útil y urgente), lo cierto es que la realidad demanda decisiones inmediatas. Y este es el momento de tomarlas. No queda más tiempo. Sin duda, la mayor responsabilidad recae sobre el MEFP; pero ni la Ciudad ni el INGESA pueden esconderse. El Ministerio debe aportar los recursos imprescindibles: ampliar el número de aulas específicas; dotar a cada centro de un aula TEA; consolidar y estabilizar las plantillas que atienden a este colectivo; asignar partidas presupuestarias a los centros para dotar a las aulas de los materiales necesarios e incluso la posibilidad de efectuar la contratación de servicios de apoyo y, por supuesto, asumiendo la necesidad de ampliar las plantillas de personal laboral. La Ciudad tiene capacidad económica, la flexibilidad normativa y el instrumento jurídico adecuado (el Convenio con el MEFP) para poner a disposición de los centros el personal necesario para cubrir los espacios de necesidades a los que el MEFP no puede llegar en tres meses. El INGESA tiene que poner en marcha, de manera urgente, la llamada “Aula de salud mental” (órgano coordinación, conexión y colaboración con las unidades de orientación de los centros). Todo esto es tan posible como perentorio. Sólo depende de una voluntad política que, en Ceuta, casi siempre, brilla por su ausencia.