Resiliencia

EL ALMA DE UNA ENFERMERA

A.B.O.

Mi rostro está repleto de arrugas que dejaron de preocuparme hace años. Mi corazón está plagado de cicatrices que no dejan de recordarme quién soy. Las primeras eran profundas y desgarradoras, pensé que con el tiempo dejarían de torturarme. Me equivoqué.

Cada vez que veo morir a una persona una parte de mí se va con ella, me siento muy pequeña y una nueva herida, incluso más profunda y dolorosa, me sigue recordando que seguimos siendo humanos.

Son tantas mis luchas, tantas mis batallas, que una mera bata ha acabado por convertirse en parte de mi identidad: una coraza fundida con mi pecho que ha hecho de mí la persona que ahora soy.

Los pasillos del hospital se me hacen eternos, estrechos e interminables. Mis piernas cada día son más torpes y cansadas y mis pasos se han tornado lentos y pesados pero, cuando desde la puerta de una de las habitaciones contemplo a un enfermo en su cama, todo a mi alrededor se encoje mientras yo crezco y crezco. Me hago gigante.

Mi uniforme es ahora mi refugio y mi armadura y mis piernas, aquellas que antes pesaban una tonelada, se han tornado ligeras como el aíre. Miro a mi alrededor y mi compañera, la que veo frente a mí, pareciera tener alas. Diria que ambas somos capaces de volar. Nos sentimos poderosas.

Siempre supe que una enfermera tenía que aprender a mirar a la muerte de frente, contener la mirada sin temor, y no una sino mil veces. Pensaba, que con el paso de los años, el presenciar tan de cerca el insoportable dolor de un cuerpo agonizando se me haría soportable, ahora lo sé, eso nunca dejará de aplastarme el pecho brutalmente.

Jamás me contaron sobre los torbellinos de sentimientos que pueden perforar la bata de una enfermera en un segundo, sobre la convulsa resiliencia que produce la imagen de un ser que lucha por vivir, de los extraordinarios poderes que eso otorga. Algo enigmático que te hace caminar casi sin tocar el suelo.

Lo inefable, lo que no tiene palabras, lo que solo puede sentirse al ver una cara de desesperación, eso es lo que te agita a la velocidad de un rayo.

Al inhalar tanto dolor, a ratos te sientes abatida, a ratos invencible, pero mi mente no para de repetirme una y otra vez : !o luchas o te vas!. Sabemos que todo lo que nace tiene que morir, lo aprendimos hace mucho, pero también sabemos que nadie tiene porque morir sufriendo. Ese es nuestro calvario y ese el peso que nos sumerge en la desesperación. Vivimos aferrados a que de entre los escombros de tanto padecimiento, hallaremos una pequeña grieta que les permita respirar, con eso es suficiente. No puedes rendirte, te levantas una y otra vez, aun sabiendo que tu vida ya no es la prioridad: todo lo que eres pierde su valor y brota en tí una fuerza que te domina por completo.

Es imposible hacer trampas a la realidad. Cuando algo te apasiona te entregas con todo tu ser. Nadie nace enfermera, nadie nace para cuidar, esa pesada carga nadie quiere llevarla sobre sus hombros.

No somos ángeles, no somos héroes, somos personas con miedo a morir y a enfermar ¿A quién puede atraerle días de agotamiento o noches de insomnio? A nosotros no. Pero los enfermeros tenemos algo en común: sufrimos viendo sufrir, se nos hace insoportable el dolor ajeno. Oímos una voz que nos alienta a seguir luchando, una voz que nos grita: “puedes y debes”. Entonces es cuando nos convertimos en dragones, cuando dejamos de ser para nosotros para entregarnos a ellos.

Hay momentos en los que pudiéramos parecer una fría noche de invierno, otros una apacible brisa de otoño, nos da igual, mostramos siempre la misma cara. Impertérritos. Un máscara que oculta nuestras inseguridades y que no permite exhibir nuestro verdadero propósito: ser pozos de agua en el desierto, oasis de horizontes en el que poder saciar la sed.

He vivido mucho tiempo en los hospitales. Somos lo que somos. No a todo el mundo le sienta bien una bata: hay a quien le queda grande, hay a quien demasiado pequeña. Nadie puede ser cuidado por quién no desea cuidar: los gestos, las miradas amables, las sonrisas de consuelo no se fabrican, se necesitan sentir cientos de implicaciones. Los rostros artificiales huelen mal, hacen daño y privan al enfermo de su paz. La ternura no tiene partes, o se siente o es mentira. En la intimidad sabes que no hay enfermera furtiva.

A menudo tenemos que transitar por territorios salvajes, por lugares de los que la mayoría de la humanidad huye, campos inhóspitos que desvela lo que somos. Caminamos consciente de que puede ser a costa de la vida, pero bajo la bata de una enfermera entiendes que la recompensa es demasiado grande, los gestos de agradecimiento demasiado inexplicable.

Cuando la batalla ha terminado, cuando sabes que has dado todo lo que has podido, cuando te das cuenta de que ha valido la pena. Cuando contemplas callada y te sientes orgullosa, cuando no puedes más y estallas, cuando te estremeces y no eres capaz de contener las lágrimas. Cuando te rompes en soledad. Es en ese instante, en ese único instante, en el que una enfermera no puede ocultar lo que es, es cuando muestra su verdadera alma. Pero siempre en silencio, siempre en soledad.

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