EDITORIAL
Día histórico en Ceuta
La presión migratoria que sufre Ceuta no es un episodio aislado ni una sorpresa de última hora: es una realidad que se repite año tras año y que, en los últimos meses, se ha intensificado hasta niveles preocupantes. La entrada de siete menores marroquíes en las últimas horas, sumados a los más de 480 que ya acoge la ciudad cuando solo hay capacidad para 132, es la prueba de que la situación ha rebasado cualquier límite razonable. No se trata solo de cifras, se trata de personas, de vidas que llegan buscando un futuro, y de una ciudad que, por mucho esfuerzo que ponga, no puede absorber sola un problema de esta magnitud.
Lo que llama la atención, y no para bien, es el silencio o la tibieza con la que el Gobierno de España afronta este asunto. Las administraciones locales hacen malabares para atender a estos menores, mientras desde Madrid la respuesta se limita a gestos puntuales o acuerdos temporales que no resuelven nada a largo plazo. Ceuta no puede ser tratada como un “tapón” fronterizo sin que se le dote de recursos humanos, materiales y legales que le permitan gestionar con dignidad esta situación.
Además, el aumento de las entradas coincide con unas condiciones meteorológicas que las favorecen —niebla espesa y mar en calma—, lo que debería hacer saltar las alarmas y activar protocolos de prevención más efectivos. Sin embargo, las soluciones parecen llegar siempre después del problema, nunca antes. Y mientras tanto, los centros de acogida siguen saturados, los trabajadores desbordados y los menores hacinados.
La inmigración ilegal es un fenómeno complejo que no se resuelve con discursos, sino con planificación, inversión y cooperación real con el país vecino. Marruecos juega un papel clave en esta ecuación, pero es España quien tiene la obligación de proteger sus fronteras y, al mismo tiempo, garantizar la atención a quienes logran cruzarlas, sobre todo cuando son menores.
Ceuta está aguantando un pulso que no le corresponde en solitario. Y lo preocupante es que, a este paso, el desgaste será doble: el de una ciudad que ve cómo se le exigen esfuerzos sin darle herramientas, y el de unas instituciones estatales que parecen olvidar que la frontera sur también es España.
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