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MIGRACIONES
Karim -nombre ficticio- tiene 30 años, una carrera universitaria y un máster. Es traductor de árabe, francés e inglés. También habla con fluidez el español, idioma con el que conversó días atrás con este diario a las puertas de su nuevo hogar en España. El argelino reside en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) desde que hace un mes lograra pisar la arena ceutí tras seis horas nadando para despistar a las autoridades marroquíes y a la Guardia Civil. Cansado de estar sometido a un “régimen autoritario” en un país donde sus estudios no le facilitaban un trabajo digno, el joven políglota decidió emigrar. Tras cinco denegaciones de visado, no tuvo más remedio que perseguir su meta como lo hicieron sus vecinos de barrio y ahora compañeros de residencia, como lo hacen otros muchos: al margen de la legalidad.
El sol de agosto apretaba el pasado jueves sobre el asfalto en los exteriores del CETI. Un grupo de chicos de entre 19 y 30 años se resguardaba del calor bajo la sombra de los árboles, sentados en el suelo y recostados en un pequeño muro. De pie frente a ellos estaba Karim. No solo comparten nacionalidad, también código postal. Todos viven en la misma ciudad y la misma calle. Y todos decidieron hace unos meses emprenden el mismo viaje migratorio: avión de Argelia a Túnez, de allí otro vuelo hasta Marruecos para encaminarse hacia Fnideq, desde donde saltaron al agua que los condujo a Ceuta.
Las tensionadas relaciones entre el reino alauita y la nación de Karim les impide cruzar la frontera terrestre que las separa, así que añaden a la ruta el país donde se iniciaron en 2010 las Primaveras Árabes. Dedican varios meses, incluso años, a trabajar en lo que les sale para reunir el dinero de los billetes y después se marchan sin saber cuándo volverán. Algunos confiesan a sus familias lo que están a punto de hacer. Otros omiten la despedida, ya sea por miedo o por tristeza. Aunque todos vecinos y conocidos de siempre, cada uno hizo su travesía por separado, en pequeños grupos de dos o tres amigos. Se reencontraron en el Jaral.
Karim -que en realidad tiene otro nombre que prefiere mantener oculto por miedo a represalias- cruzó el 5 de julio. Primero se colocó las aletas y el traje de neopreno, después se lanzó al mar. Nadó durante seis horas en mitad de la noche, tratando de escabullirse de las autoridades marroquíes primero y de las españolas después. Recuerda que no sintió miedo de las corrientes marinas ni del frío, del cual estaba protegido por el material de su indumentaria. Pero sí temía que los agentes lo pillaran y llevaran de vuelta a la casilla de salida. Marruecos monta a las personas migrantes que intercepta en autobuses que los trasladan hasta el sur del país, a más de 800 kilómetros. Se aseguran así de que tengan que pensárselo dos veces antes de volver a intentarlo.
Una vez en tierra firme, Karim se dirigió a la Jefatura Superior de Policía, donde le ficharon. No pidió asilo político, según dice, a sabiendas de que, al ser argelino, está “protegido”. Desde entonces vive en el CETI, que, según él, tiene una “buena organización” pese a su sobreocupación. “Ahora mismo creo que somos más de 800 personas”, afirma. Explica que, aunque a diario entran personas nuevas, también salen hacia la península dos grupos “de unos 50” semanalmente. Tras un mes como usuario del centro, aguarda la llegada de su turno para tomar el barco hacia Algeciras. Esta situación por la que atraviesa no era la deseada para él, pero la considera mejor que seguir en su tierra.
La migración forzosa
“En Argelia somos muchos los que estudiamos, pero la mayoría terminamos nuestra formación y no tenemos perspectiva de futuro”, lamenta. Tampoco quería seguir viviendo en un país dominado por un “régimen militar”, con amplias restricciones de libertades y derechos. Primero, intentó escapar de su realidad por la vía legal. Hasta en cinco ocasiones solicitó el visado Schengen, que permite a los ciudadanos de terceros países -aquellos sin exención de visado en la Unión Europea, como es el caso de Argelia- entrar y moverse libremente por el espacio Schengen -los 27 Estados europeos- durante un periodo máximo de 90 días en un plazo de 180 días.
Pero son muchos los requisitos, como presentar un justificante del viaje -reserva de transporte y alojamiento o carta de invitación-, un seguro médico de viaje con cobertura mínima de 30.000 euros, el pago de tasas y, el más difícil de superar: prueba de medios económicos suficientes. Carecer de solvencia económica dificulta hasta niveles extremos la posibilidad de que les den el ‘ok’. Y, dado que quienes pretenden migrar para trabajar suelen hacerlo por falta de recursos en su propio país, se torna complicada la gesta. Karim asegura que de ninguna de sus solicitudes recibió respuesta.
“Allí -en Marruecos- no hay futuro, sobre todo para la juventud. Hay mucho desempleo, no hay proyecto de vida”
Ahora que está dentro -aunque considerado “ilegal” fruto de sus circunstancias- espera, sobre todas las cosas, “trabajar”. De lo que sea, por el momento, mientras se tramita la homologación de su título universitario. En el corro de compatriotas donde participaba el pasado jueves, al preguntar sobre sus aspiraciones de futuro, los argelinos comenzaban a lanzar profesiones a las que han dedicado ya parte de sus vidas y a través de las que, creen, podrán aportar algo en España. Pintores, peluqueros, conductores de camiones, carpinteros de aluminio o reparadores de teléfonos móviles.
Todos ellos llevan más de un mes en el CETI. De ahí el reposo con el que aquel mediodía estival dejaban el tiempo pasar bajo la sombra. Frente a ellos caminaban, tras abandonar las instalaciones valladas, tres chicos de ropajes oscuros, que acarreaban bolsas transparentes decoradas con el logo de Cruz Roja en una mano y en la otra bolsas de plástico con las asas anudadas. En las primeras llevaban ropa nueva; en las segundas, comida recién hecha. Era un trío de jóvenes marroquíes recién llegados al Jaral.
Uno de ellos se llama Mohamed y tiene 21 años. Natural de un municipio cercano a Fez, abandonó su hogar hace una semana acompañado de tres amigos. Él fue el único que consiguió cruzar a Ceuta tras “nueve horas” a flote en el mar. El resto, quedó en el intento, “estaban asustados”. Era la primera vez que trataba de entrar en España. Pese a llevar siete días en la ciudad, no fue hasta aquel jueves -cuando dedicó unos minutos a conversar con este periódico- que llegó al centro de acogida temporal. Todo este tiempo ha vivido en la calle. Se alimentaba gracias a una mujer “anónima” que acudía adonde estaba para darle comida y bebida.
A pocas horas de entrar por primera vez en el CETI, el chico reconocía no saber nada sobre la vida que llevará en el interior de las instalaciones, aunque de oídas ha escuchado que el trato es “bueno”. Como el traductor argelino, el panadero de profesión -oficio con el que espera labrarse un futuro en España- no soñaba con jugarse la vida nadando para acercarse a un porvenir digno, pero lamenta que no le quedó más remedio. “Allí -en Marruecos- no hay futuro, sobre todo para la juventud. Hay mucho desempleo, no hay proyecto de vida”.
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