El retroceso de valores como recurso político
Hay algo que se ha ido perdiendo en España, y no es solo el sentido común —ese ya lo dimos por desaparecido hace tiempo, como las cabinas telefónicas o los políticos con vocación—. Lo que se ha extraviado, con una mezcla de negligencia y entusiasmo ideológico, es el valor del esfuerzo, un concepto a todas luces antiguo, incómodo y poco televisivo. El esfuerzo, entendido como motor de progreso, como base de la dignidad personal y como pilar de la convivencia hoy se mira con recelo. Se sospecha de él. Se le acusa de elitista, de reaccionario, de insensible.
Y no es casual. Es el resultado de una clase política que ha fracasado en sus tres grandes misiones: garantizar la justicia social sin destruir la responsabilidad individual, proteger la propiedad sin criminalizarla, y educar sin infantilizar.
El retroceso de valores en España no es una anécdota cultural, es una consecuencia directa del fracaso político. Y esto que afirmo no es una simple ocurrencia o un capricho reflexivo. Los síntomas son visibles y evidentes en múltiples ámbitos de nuestra vida.
En este artículo voy a centrarme sólo en tres de esos síntomas que, aunque distintos, comparten una raíz común: la renuncia a exigir, a educar, a construir.
La okupación como ideología: el dogma del derecho a la vivienda
En ciertos sectores de la izquierda, se ha instalado la idea de que ocupar una vivienda ajena es un acto de justicia social. Tal y como lo oyen. La ocupación ilegal de viviendas ha dejado de ser un problema jurídico para convertirse en una bandera ideológica. El propietario, por tener una casa vacía o una segunda residencia, se convierte en sospechoso. El okupa, por violar la ley, se convierte en víctima.
Este fenómeno no es nuevo, pero sí lo es su legitimación política. Asistimos a la difusión constante de la idea de que el derecho a una vivienda digna es un privilegio automático que está por encima del derecho a la propiedad privada, como si el artículo 47 de nuestra Constitución pudiera anular el artículo 33.
Pero no es así. La doctrina constitucional, de hecho, distingue entre los derechos fundamentales, como lo es el de la propiedad privada y que requieren de máxima protección, y los principios rectores de las políticas sociales y económicas, como lo es el derecho a una vivienda digna. Ambos derechos están reconocidos, y deben convivir, pero el derecho a la vivienda digna requiere de una acción política e institucional expresa, requiere de una acción de los poderes públicos para garantizar su consecución, y no puede ser exigible automáticamente como derecho subjetivo ante un tribunal.
¿Por qué se ha llegado a esta situación? Muy sencillo, por la inoperancia política. La clase política gobernante, en lugar de construir vivienda pública, reformar el mercado de alquiler o facilitar el acceso a la propiedad privada, ha optado por el atajo ideológico: justificar la ocupación como forma de resistencia. ¿Resultado? Inseguridad jurídica, miedo entre los propietarios, y una creciente sensación de impunidad.
La ocupación no es una solución. Es una consecuencia del fracaso. Un síntoma de que el Estado ha dejado de cumplir su función. Y lo más grave: se ha convertido en una herramienta de propaganda. Se presenta como lucha contra la especulación, pero en realidad es una forma de encubrir la incapacidad de gestionar políticas de vivienda eficaces.
Y mientras tanto, ¿qué pasa con el propietario? A ese ciudadano que ha trabajado, ahorrado, pagado impuestos, y que ahora ve cómo su propiedad puede ser ocupada sin consecuencias se le exige comprensión, empatía, paciencia. Pero no se le protege. Se le convierte en culpable por tener, en enemigo por conservar, en obstáculo por no ceder. Y además se alude al concepto de “fondo buitre”, como forma de generalizar una imagen de villano que justifica moralmente una ilegalidad.
Se trata, en definitiva, del viejo mantra populista de que la culpa es de los ricos. ¿Hay algo más efectivo y rentable políticamente?
La demonización del empresario: la creación de riqueza como delito moral
Un segundo síntoma es que en este país, España, ser empresario se ha convertido en una actividad de riesgo. No por la baja competitividad, ni por la fiscalidad, ni por la burocracia —que ya son bastante peligrosas—, sino por el discurso político y sindical que ha decidido que el empresario es el nuevo villano social.
Demonizar al empresario se ha convertido en un deporte comúnmente aceptado. Poco importa que sea el empresario quien arriesga, quien crea empleo y quien sostiene el sistema. Desde ciertos sectores de la izquierda y desde el ámbito sindical, se ha construido una narrativa simplista: el empresario explota, el trabajador sufre, el Estado interviene. Pero demonizarlo es dispararse en el pie, es destruir la base sobre la que se construye nuestro estado de bienestar. Es convertir la riqueza en pecado, y la pobreza en virtud.
Entre las variadas consignas que se esgrimen en este escenario, nos encontramos una que destaca, que es el de salario digno. Se ha convertido en una consigna vacía, que se interpreta como el derecho del trabajador a vivir cómodamente, independientemente del tipo de trabajo que realice. Se exige que cualquier empleo —por básico, temporal o poco cualificado que sea— permita pagar un alquiler (por supuesto siempre dentro de grandes ciudades, nunca en ciudades o regiones que permiten alquileres asequibles), mantener una familia, irse de vacaciones y ahorrar. Y si no lo permite, la culpa es del empresario.
Pero esa visión es falsa, no todos los trabajos pueden sostener ese nivel de vida. No porque el empresario sea avaro, sino porque la economía tiene límites. Pretender que el salario de cualquier trabajador, realice el trabajo que realice, debe garantizar una vida plena es ignorar cómo funciona el mercado laboral. El trabajador también tiene responsabilidad sobre su futuro, sobre su bienestar, también debe esforzarse, mejorar, formarse, evolucionar y ser sujeto de la toma de decisiones de su trayectoria laboral.
La solución no está en imponer salarios cada vez más altos por decreto, ni en subir el SMI de forma unilateral, ni en cargar al empresario con todos los costes sociales. La solución está en fomentar la formación, en favorecer la productividad, en reducir las cargas burocráticas, en la movilidad laboral, en facilitar el emprendimiento. Se trata de premiar el esfuerzo, no en castigar el éxito.
Soltar proclamas incendiarias sobre sueldos y trabajos dignos hoy parece que es suficiente para definir a buenos y malos, a pesar que esas mismas voces no griten en ningún momento lo bueno que es convertirse en emprendedor, en empresario, en evolucionar para poder prosperar en la vida. Y esto es consecuencia directa de una política de dar sin exigir, de repartir fondos directos en vez de articular políticas de fomento empresarial.
No recuerdo quién dijo que cualquier político y sindicalista, antes de exigir al empresario, debería tener experiencia empresarial y saber lo que cuesta sacar adelante un negocio y preocuparse de que sus trabajadores puedan cobrar a final de mes. Aunque quizás no lo dijo nadie, sino que es un reflejo de mi subconsciente.
Y lo más preocupante:
La generación del derecho sin deber: la exigencia de la juventud
El tercer síntoma del retroceso de valores es generacional. Una parte de la juventud española ha adoptado una actitud de exigencia sin esfuerzo, de derechos sin deberes, de disfrute sin sacrificio. No se trata de todos los jóvenes, por supuesto. Pero sí de una tendencia preocupante.
Muchos viven con sus padres hasta los treinta, o más, mucho más. Creen que no tienen otra opción, que la vida les castiga con una falta de oportunidades que no les llueven del cielo. Rechazan trabajos que consideran indignos, prefieren dejar esos trabajos en manos de inmigrantes, trabajos en el campo, en la construcción, en la hostelería, y esperan que el Estado les resuelva la vida. Se quejan de que no hay empleo, pero no aceptan los que hay. Se indignan por los bajos salarios, pero no se forman para acceder a mejores. Se sienten víctimas de un sistema, pero no se responsabilizan.
Y aquí aparece otro fenómeno curioso: la sobrecualificación ficticia. Durante décadas, se ha democratizado el acceso a la universidad hasta el punto de que tener un título ya no es sinónimo de estar cualificado profesionalmente. Hoy, miles de jóvenes con grados y másteres no tienen experiencia, ni habilidades prácticas, ni capacidad de adaptación al mercado. Pero sí tienen expectativas. Altas. Inamovibles.
No están dispuestos a trabajar en nada que no responda a su vocación, a su propósito vital, a su idea de realización personal. Y si el mercado no les ofrece eso, concluyen que España no les valora. Que deben marcharse. Que fuera serán reconocidos.
Pero la realidad es bien distinta. En otros países, los problemas son similares. La precariedad existe y la sobrecualificación también. Y el joven español que se marcha se convierte en inmigrante, en extranjero, en mano de obra para trabajos que los nacionales no quieren hacer. Camarero en Londres. Repartidor en Berlín. Limpiador en Bruselas. ¿Eso es realización profesional? No todo es ser auxiliar de enfermería en Noruega o investigador en Boston.
La política educativa ha contribuido a esta ficción. Se ha centrado en la autoestima, en la inclusión, en el bienestar emocional. Pero ha olvidado enseñar a esforzarse, a asumir responsabilidades, a aceptar la frustración. Se ha creado una generación que cree que todo se le debe, y que nada se le exige.
Mientras tanto se lanzan discursos paternalistas desde la clase política, sin atreverse a fomentar el emprendimiento, la formación técnica, a establecer una verdadera cultura del esfuerzo que enseñe que la vida no es una serie de Netflix, ni una cuenta de TikTok, que existen ideas tan rancias y efectivas como que el trabajo dignifica, que el sacrificio construye y que el mérito importa.
Recuperar el sentido común
España necesita una revolución. Pero no una revolución ideológica, ni una revolución de pancarta. Necesita una revolución del sentido común, recuperar la cultura del esfuerzo, defender la propiedad privada, valorar al empresario o enseñar a los jóvenes que los derechos vienen acompañados de deberes. Estas son algunas de las cosas de sentido común.
No se trata de volver al pasado. Se trata de construir un futuro en el que el mérito vuelva a tener valor, en el que la ley se respete, y en el que el trabajo sea algo más que una imposición.
Para conseguirlo es imperioso construir grandes pactos de Estado en política, especialmente en la educación. Necesitamos una educación que deje de ser rehén de la ideología de los gobiernos. Que enseñe a pensar, no solo a reproducir. Que forme para el trabajo, pero también para la vida. Que recupere el valor del esfuerzo, del mérito, de la disciplina, de la responsabilidad. Que prepare a los jóvenes para un mundo real, no para una utopía de derechos sin deberes. Porque la educación no es sólo una política social: es la columna vertebral del progreso.
Quizás debería dejar de pedir peras al olmo y empezar por los cimientos: pedir una clase política preparada y con experiencia en el mundo que debe gobernar. Si, lo sé, es pedir demasiado.