El Colegio de Nuestra Señora del Valle

Miguel R. Calderón
En la Ceuta de la década de los 50 del pasado siglo, los niños y niñas estudiaban sus primeras letras en los escasos colegios nacionales que había en el casco antiguo – Lope de Vega y Solís son dos ejemplos – y en San Agustín (varones) e Inmaculada (las niñas), ambos colegio privados y regidos por religiosos y monjas respectivamente.
Sin embargo, hubo un colegio un tanto atípico, en el sentido de que ni estaba sostenido con fondos públicos ni su exigua plantilla de profesores, tres en total, eran funcionarios docentes dependientes del Ministerio de Educación Nacional.
La otra faceta que le hacía singular era su ubicación en los bajos de un edificio de varias plantas situado en el nº 7 de la calle Sargento Mena, colindante con la calle Solís donde se alzaba el colegio del mismo nombre, la calle General Aranda y la calle Pedro de Meneses donde se ubicaba el viejo hotel Términus.
Eran tiempos difíciles en los que las carencias educativas eran muchas y notorias, sobre todo en cuanto a infraestructuras se refiere. No obstante, Ceuta gozaba ya orgullosa de un centro como el flamante Instituto de Enseñanza Media que comenzaba su andadura en el nuevo edificio del Llano de las Damas.

El colegio de Nuestra Señora del Valle contaba con tres espacios, salas o habitaciones, ya que llamarle aulas sería utilizar un recurso eufemístico. En la habitación más grande, de forma rectangular, y que daba a la calle Sargento Mena, había unos grandes ventanales protegidos por rejas que proporcionaban una excelente iluminación interior. Allí se disponían una serie de “bancas” o pupitres dobles que daban cobijo a unos 30 alumnos aproximadamente. Una puerta situada en una esquina servía de ingreso a otra sala más pequeña que, al ser interior, carecía de ventanas y por consiguiente de luz natural. Y de ahí se pasaba a una tercera estancia, algo más grande que la anterior, con un pequeño patio lateral donde se encontraba el aseo. Ni que decir tiene que no había patio de recreo y llegado el mismo, los niños disfrutaban de sus minutos de asueto en plena calle. Claro que en aquella época la circulación por Sargento Mena era como mínimo escasa, y ello permitía incluso jugar a la pelota en plena vía pública.
Estos dos últimos espacios solo se utilizaban por las tardes, a partir de las cinco, cuando finalizaban las clases de Primaria y llegaban entonces los alumnos que cursaban bachillerato para recibir clases de apoyo, refuerzo, sobre todo en Matemáticas, Latín, pero también del resto de materias. A la postre lo que fundamentalmente se hacía era resolver las tareas que mandaban en el Instituto y repasar o estudiar las lecciones.
Del aula específica de Primaria, aquella que preparaba para la prueba de Ingreso en el Bachillerato a lo diez años de edad, se encargaba don Manuel Cantera, un maestro con mayúscula del que personalmente guardo un recuerdo imborrable. Don Manuel tenía un don especial para hacer amenas sus clases. Era un magnífico narrador de los hechos históricos que adornaba con innumerables anécdotas y sembraba incertidumbres que siempre dejaba para el final, provocando que al día siguiente estuvieran los alumnos deseosos de volver a escuchar sus explicaciones y aclarar todas las dudas.

La inmensa mayoría de los niños de aquella clase aspirábamos a aprobar el examen de Ingreso para acceder a los estudios de bachillerato. Un reto que afrontábamos con la seguridad de estar bien preparados para la prueba.
Una vez alcanzábamos el objetivo propuesto, no perdíamos la vinculación con el colegio, prosiguiendo nuestra formación de bachilleres con la ayuda de D. Manuel, que se encargaba de las clases de Matemáticas, y de los otros profesores del centro: D. Francisco Servat que impartía Latín, y D. Ángel Guerrero Alcántara que asumía la responsabilidad del resto de materias.
D. Francisco Servat Aduá , era sacerdote con el cargo de Beneficiado y primer organista de la Catedral Septense. Era un hombre ya entrado en años, menudo, de voz grave y serio carácter. Pero aprendíamos las declinaciones y nos iniciaba en la difícil tarea de traducir textos latinos al castellano, proporcionándonos una base sólida a la hora de afrontar esta temida asignatura en 2º de bachillerato, y que impartía en el Instituto el no menos exigente D. Rafael Navarro Acuña, canónigo de la Catedral e impulsor de las obras de reforma de la misma en los años 50.
Muchos ceutíes desconocen que D. Francisco Servat fue el autor de la partitura del bellísimo Himno a la Santísima Virgen de África, correspondiendo la letra a D. Justiniano Rodriguez.
Por su parte, D. Ángel Guerrero tenía su clase en la última estancia, la sala situada más al interior del edificio. Se encargaba de explicar los contenidos del resto de materias, las dudas que pudieran surgir, pero una cosa era cierta: de aquella clase no salía nadie que no hubiese contestado de forma satisfactoria a las cuestiones que planteaba el profesor relativas a los temas que había que estudiar para el día siguiente.
Era D. Ángel de baja estatura, rubio, de frente despejada y ojos azules que destacaban sobre unas gafas claras que solía quitarse cuando se enfadaba y tenía que reprender a alguien.
A su buen hacer se debe la creación de la Corte de Infantes de Santa María de África, siendo también el autor de la letra y partitura del Himno de la citada Asociación estrenado en 1968, año en el que a iniciativa suya, se instituyó el acto de la ofrenda floral a la Virgen que a partir de entonces se celebraría cada cuatro de agosto. También bajo su presidencia se redactaron los estatutos de la cofradía de “La Pollinica”, aprobados por la autoridad eclesiástica.

En el colegio Nuestra Señora del Valle estudiaron muchos niños ceutíes que a buen seguro recuerdan con nostalgia a sus maestros, a sus compañeros y todas las vivencias que protagonizaron. Eso es lo que deduje hace ya unos años, cuando tuve ocasión de saludar a Manuel Gentil Durán que por entonces ostentaba el cargo de Jefe del Parque de Bomberos de Ceuta y estaba ya próximo a su jubilación. Él fue también compañero de clase en El Valle y curiosamente vivía en el portal contiguo con el colegio.
Y tampoco puedo olvidarme de otros compañeros como Pepe Castillo Benítez, propietario de la Joyería Ulises, ya fallecido, al igual que Rafael Montoya Llorca que fue director del Instituto Politécnico de Tánger, ambos mis queridos e inolvidables amigos de la infancia. Y otros como los hermanos Biondi Chassaigne, José Luís Castillejo, Alfredo Darnell, Francisco Viciana, Paco Benzo Mena , Manuel Borrego, Alfredo Barrios Tomás, y tantos más de los que desgraciadamente no recuerdo sus nombres.
Desconozco cuándo desapareció el colegio del Valle. Probablemente no sobrevivió más allá de los años setenta. Mi estancia en tierras peninsulares me alejó de su destino. Pero en cualquier caso, sirvan estas líneas como homenaje imperecedero a estos maestros que tanto contribuyeron a la formación de cientos de niños ceutíes, que aprendieron y se forjaron allí como futuros hombres de bien. Es una más de esas añoranzas que uno lleva en el corazón y que me parecía de justicia dar a conocer a todos los que sienten nostalgia y aman a la Ceuta que fue.