Cosas de Ceuta: La vida en Ceuta durante el Penal

FOTO CEDIDA
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José María Fortes Castillo

Considerando la peculiar situación geográfica de Ceuta, que tras la leva del puente se convertía en una isla, limitada por una frontera con un país cuyos nativos más cercanos anhelaban la fuga de algún presidiario, con el fin de tras su captura, cobrar con su entrega de nuevo al presidio, la inestimable cantidad de diez duros de plata.

Ceuta y los demás presidios españoles del Norte de África, como Melilla y los peñones de Alhucemas y La Gomera, se convirtieron en lugares propicios e ideales para la reclusión de presos.

A Ceuta se la apuntilla injusta y cruelmente por una disposición ministerial, con el calificativo de “PRESIDIO” pretendiendo con esto de catalogar de “beneficioso acuerdo”, dado que así, la ciudad dispondría de mano de obra gratuita para construcciones, fortificación y otros trabajos manuales o mecánicos.

Y aquella población apacible que veía el transcurrir de sus días con tranquilidad y que pretendía desarrollar sus cotidianos quehaceres con normalidad, se vio como de repente, ahogada por el alarmante crecimiento de su población penal.

En los inicios del siglo XIX, la vida en Ceuta se hace insoportable, la ciudad estaba empapada, saturada de ampones y presidiarios. Los moradores constituían el mínimo de la población, pues el contingente principal, el militar y los reclusos se encontraban en elevada desproporción.

Las consecuencias de semejante situación incidían en el absurdo concepto de la ciudadanía y así ocurría que la administración de la justicia se desarrollaba por cauces de auténtica anarquía, con decisiones arbitrarias y onerosas.

Las disposiciones adquieren un cariz de rutina, derivado casi siempre en soluciones absurdas y a veces disparatadas.

Este estado de cosas, llegó hasta el extremo de dictar normas respecto a la presencia física de las personas, de tal modo, que los presos debían circular, con el pelo y barba completamente rasurados, para poderlos distinguir de los demás moradores, que obligatoriamente debían usar bigote.

(El Reglamento del 5 de septiembre de 1844 establecía normas de sanidad y seguridad para las prisiones)

Como es lógico, la picaresca del bigote postizo, proliferó entre los penados, debiendo sufrir el resto de la población el humillante control de las patrullas callejeras, del tirón del bigote para comprobar la autenticidad del elemento que llevaba sobre el labio superior. Toda la ciudad se había convertido en un auténtico presidio, donde la vida se hacía insoportable.

Ante un ambiente tan enrarecido, desagradable y peligroso, al fin, la población emigra en masa. Las estadísticas de entonces, arrojan la increíble cantidad de 1098 civiles, frente a 600 penados. Lo que supone un preso por cada dos ciudadanos libres.

Por el año 1818, la Plaza se encontraba en el mayor de los abandonos y desidia, expuesta a perecer de hambre, sin alimentos y sin caudales. Los Gobernadores, no se cansaban de presentar al Rey las angustias y necesidades de la ciudad, del que no recibían sino evasivas y promesas incumplidas, sin tomar una decisión seria y eficaz que acabase con semejante situación. Fernando VII, recibió este inaudito oficio:

“Con reales órdenes pomposas y caudales imaginarios no se puede sostener esta plaza. Dígame V.M. a quién he de entregarla, pues está visto que España no la quiere conservar”.

Esta bella ciudad con sus antecedentes históricos y brillante pasado, codiciada en sucesivas etapas por varios países, ensalzada y engrandecida, tuvo que sufrir en el devenir de los tiempos, la discriminación del abandono, la ignorancia y el olvido de los que no supieron o no quisieron aquilatar la auténtica valía de una ciudad que ha sido considerada objeto de deseo de países como Reino Unido y Francia.

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