Mustafa y el racismo

En los últimos años, asistimos con creciente preocupación a un fenómeno político cada vez más extendido como es la utilización del racismo —o de su denuncia— como arma electoral y de confrontación partidista. Lo que debería ser una lucha firme y común contra la discriminación se convierte, en manos de algunos actores políticos, en una herramienta para polarizar, dividir y movilizar a través del resentimiento o el victimismo identitario.
En el caso de Ceuta, la ciudad sufre desde hace años problemas profundos y estructurales como el desempleo, el fracaso escolar o la desigualdad social. Problemas ante los que Mohamed Mustafa y su partido Ceuta Ya! han levantado una bandera: el racismo estructural. Protestas, discursos vehementes, denuncias constantes. Pero surge la pregunta clave… ¿hasta qué punto legitimar el racismo estructural como arma política sirve para combatir injusticias, y cuándo se corre el riesgo de alimentar más división que solidaridad?
Cuando el racismo se convierte en un argumento sistemático de enfrentamiento político o casi en una marca identitaria, se impone una lógica binaria: ‘ellos contra nosotros’. Se espera la ofensa, se busca la confrontación y cada acto se interpreta bajo la óptica del agravio. Eso limita la capacidad de acordar políticas reales, de debatir con moderación, de construir puentes… No importa el matiz, no importa la complejidad de los problemas sociales o económicos; lo que importa es dividir el tablero, generar fidelidades ciegas, alinear a los votantes según su identidad, raza, religión o lugar de origen.
Esta estrategia es eficaz en términos de movilización electoral. El resentimiento siempre moviliza más rápido que la esperanza. Pero es tremendamente destructiva porque fragmenta sociedades que ya sufren desigualdades, deteriora la convivencia en barriadas, colegios y centros de trabajo, y dificulta cualquier tipo de pacto institucional para mejorar la vida de la gente.
Además usar acusaciones de racismo contra muchos actores políticos y sociales puede generar desensibilización. Si todo lo que no te gusta lo calificas como racista, la palabra pierde parte de su fuerza. Y lo más grave es que se corre el riesgo de que verdaderos casos de discriminación sean recibidos con escepticismo o desconfianza.
En este sentido, Mustafa se equivoca sobredimensionando el racismo para señalar enemigos imaginarios y obtener rédito electoral, porque solo logra pervertir el debate público, trivializar el dolor de quienes sí sufren discriminación real y debilitar la cohesión social.