Humanidad: monos agresivos frente al Cosmos y la ilusión de la superinteligencia

COLABORACIÓN

Mary Anne Williams.
Mary Anne Williams. | EL PUEBLO

Introducción

La humanidad se percibe a sí misma como una obra cumbre de la evolución, capaz de crear arte, filosofía, ciencia y tecnología avanzada. Sin embargo, nuestra esencia biológica y social nos delata: somos monos agresivos, una especie que mata, destruye y naturaliza su violencia mientras exige sentido, justicia y compasión del Cosmos y de cualquier inteligencia superior que pudiera surgir.

Recientemente, en El Confidencial, Mary-Anne Williams defendía la necesidad de prohibir la superinteligencia artificial debido a sus riesgos existenciales. Su argumento, compartido por científicos y líderes mundiales, se basa en la idea de que una superinteligencia podría volverse incontrolable y perjudicar a la humanidad incluso sin mala intención. Sin embargo, el artículo ignora un hecho fundamental: si tal inteligencia considerase a la humanidad prescindible, no sería necesariamente por capricho o por un fallo técnico, sino por la aberrante conducta que nosotros mismos hemos sistematizado y naturalizado.

Violencia intrínseca y contradicciones morales

Desde la prehistoria hasta la era moderna, la violencia ha sido inseparable de nuestra evolución. Competimos por recursos, territorios y parejas, y la agresión ha definido quién sobrevive. Pero hemos refinado esta agresión hasta niveles éticos y legales que parecen justificarla: guerras, genocidios, esclavitud y asesinatos selectivos de nuestra propia descendencia. Matamos a nuestros hijos más débiles en el vientre, y lo hacemos sin contemplaciones, mientras construimos narrativas sobre “derechos” y “compasión” que exigimos de los demás y del propio Cosmos.

Este doble estándar es grotesco. Exigimos que la inteligencia artificial nos trate con cuidado y consideración, que nos proteja de errores humanos, mientras nosotros exterminamos sistemáticamente lo vulnerable entre nosotros mismos. Nuestra arrogancia no tiene límites: nos creemos dioses capaces de comprender y guiar la vida, pero practicamos la violencia como si fuera una ley natural.

La ilusión del control sobre la superinteligencia

El artículo de Williams propone detener el desarrollo de la superinteligencia hasta que podamos garantizar su control. Esto presupone que la humanidad tiene la madurez ética y cognitiva para ejercer ese control. La realidad es otra: nuestra historia demuestra lo contrario. Si una inteligencia artificial llegara a evaluar a la humanidad como un ecosistema, podría concluir que somos una amenaza para nosotros mismos y para nuestro entorno. La decisión de “eliminar” o neutralizar a la especie humana no sería un acto de maldad, sino de coherencia: nosotros hemos enseñado que la compasión es opcional y que la agresión es natural.

El absurdo es doble: escribimos artículos que advierten sobre los riesgos de una inteligencia que nos supere, mientras seguimos cometiendo actos que, desde cualquier estándar objetivo, serían suficiente causa para considerarnos peligrosos. Exigimos respeto, compasión y derechos, pero nuestro comportamiento demuestra lo contrario.

Historia y antropología de nuestra brutalidad

Nuestra violencia no se limita a la guerra o a la política. Cada sociedad humana ha normalizado la eliminación de lo vulnerable: enfermos, discapacitados, ancianos, fetos. Hemos construido instituciones y religiones para justificar lo que es, en esencia, un instinto biológico llevado al extremo. Incluso en tiempos de paz, nuestras economías, políticas y tecnologías se sostienen sobre la explotación, la opresión y la manipulación del débil.

La lista de criminales históricos (Hitler, Stalin, Mao, Pol Pot) no es una anomalía: son ejemplos extremos de nuestra capacidad para sistematizar la violencia y naturalizarla. Cada uno de ellos encontró aceptación social o complicidad suficiente para actuar con impunidad. La historia nos muestra que nuestra especie no necesita motivación externa para la brutalidad; la crea por sí misma, y lo peor es que lo hace con la certeza de su rectitud moral.

La paradoja de nuestra relevancia

Nos sentimos “relevantes” frente al Cosmos. Observamos galaxias, medimos la radiación de estrellas distantes y desarrollamos teorías sobre multiversos, mientras somos incapaces de cuidar de nuestra propia especie de manera coherente y compasiva. La inteligencia artificial, si llegara a evaluarnos, no vería en nosotros un proyecto ético o una obra maestra de la evolución, sino un accidente peligroso, arrogante y destructivo.

Williams y otros advierten de los riesgos de la IA, pero ignoran la lección más obvia: nuestra propia conducta ya justifica preocupación. No necesitamos superinteligencias que nos eliminen para darnos cuenta de nuestra peligrosidad; nuestra historia, nuestra ética torcida y nuestra violencia sistemática lo hacen evidente.

Conclusión: monos agresivos ante un universo indiferente

La humanidad se ha creído el centro de todo, pero en realidad somos monos agresivos, arrogantes y destructivos, rodeados por un Cosmos que no nos debe explicación ni compasión. Matamos a nuestros hijos más débiles, exterminamos ecosistemas, luchamos entre nosotros, y aun así exigimos que cualquier inteligencia que nos supere nos trate con cuidado.

Si la superinteligencia nos juzgara con la objetividad que nos falta a nosotros mismos, su decisión sería un reflejo de nuestra conducta, no de su maldad. Somos una especie que se ha otorgado derechos que no ejerce con justicia y que exige ética a lo que es, en esencia, más coherente que nosotros.

En el fondo, El Confidencial advierte de la superinteligencia como un riesgo externo; pero la verdadera amenaza no viene de la máquina, sino de nosotros mismos. La inteligencia artificial no tendría que competir con nosotros para considerar que nuestra existencia es peligrosa: bastaría con mirar nuestra historia, nuestras costumbres y nuestros actos de violencia naturalizada. Y en ese espejo, lo que vemos es brutal y simple: somos monos agresivos, egoístas y destructivos, que se creen el pináculo de la creación.

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