Imzouren… Cuando la memoria despierta en el regazo del Rif
COLABORACIÓN
Cuando mis pies tocan la tierra de Imzouren, siento que no estoy visitando solo una pequeña ciudad, sino que abro una página del gran libro de la memoria rifeña, un libro escrito con sudor, sangre y nostalgia.
Por la mañana, mientras camino por la plaza y los mercados del pueblo, me parece que el pan caliente, las aceitunas negras y el queso del Rif no son solo alimentos, sino restos de una memoria: la de las madres que amasaban y horneaban en casas de barro y piedra, y la de los niños que corrían alrededor de las mesas con sonrisas inocentes.
Al mediodía, me encuentro frente a un tajine a fuego lento o un pescado fresco llegado del mar de Alhucemas. Ese mar nunca fue solo agua: es un espacio de libertad, testigo de batallas, compañero de exiliados y emigrantes, narrador de historias infinitas.
Al caer la tarde, me dirijo a Bouâlma, donde las montañas y los árboles guardan los secretos de los antepasados que un día se sentaron bajo su sombra para hablar de la tierra y de la libertad, tal vez llorando en silencio. Allí comprendo que la naturaleza del Rif no es solo un paisaje hermoso, sino una memoria viva que nunca desaparece.
Con la puesta del sol, regreso a un café popular en el corazón de Imzouren. Escucho palabras en amazigh que se dispersan entre las pequeñas sillas y los vasos de té con menta. Es una lengua con una música propia, cargada de dolor y de añoranza, como un eco del pasado que resuena en el presente.
Al día siguiente, el mar me lleva hasta la playa de Souani. Me siento frente a las olas y pienso: ¿cuántos marineros cruzaron este horizonte hacia lo desconocido? ¿Cuántos emigrantes llevaron consigo el sueño y la herida al mismo tiempo? Aquí, la ola no es un simple movimiento natural, sino la lengua misma de la memoria que habla con la voz de quienes se fueron.
Desde allí tomo el camino hacia Tamasint, la localidad combatiente que se ha ganado un lugar especial en el registro de la resistencia. Cada casa cuenta una historia de valentía, cada callejuela guarda los susurros de hombres y mujeres que llevaron el Rif en el corazón y pagaron un alto precio por ello. En Tamasint, uno siente que las paredes respiran historia y que el silencio no es calma, sino memoria que habla.
Sigo mi camino hacia Aït Bouayach, tierra de olivos y viñedos, donde cada rama lleva la historia de un campesino y cada piedra conserva la huella de quienes pasaron un día, cargando sueños y dolores.
No se puede hablar del Rif sin evocar Ajdir, cuna del gran resistente Mohamed Ben Abdelkrim El Khattabi, símbolo de dignidad y libertad que inspiró a generaciones de rifeños y marroquíes. Tampoco se puede olvidar Tamasint, el pueblo montañoso que pagó un alto precio y quedó como una herida abierta en el cuerpo de la memoria rifeña.
De Ajdir a Tamasint, de Alhucemas a Rabat, el mismo aliento resistente atraviesa los tiempos, une a las generaciones y confirma que la memoria del Rif es, ante todo, una memoria de resistencia — una memoria que no se borra.
Y si el viaje continúa hacia Alhucemas, el puerto, el paseo marítimo y la playa de Quemado no son simples lugares de paseo: son estaciones del registro de la memoria colectiva. Allí, la belleza del mar se mezcla con el eco de las protestas, con la voz de los jóvenes que un día gritaron, y con la esperanza que sigue viva a pesar de las heridas.
Temsamane: símbolo de la tierra fértil, columna vertebral de la vida campesina rifeña y espacio de resistencia frente a la marginación.
Imzouren: mi querida ciudad, « el pueblo de mis hijos », que une la memoria familiar y la memoria militante, y que sigue siendo un corazón palpitante en el centro del Rif.
En lo alto de Quemado, con el mar frente a mí y las montañas a mi espalda, descubro que la memoria no es un pasado que se recuerda, sino un presente que habita los lugares — un recordatorio de que el Rif no olvida, y que mi visita a Imzouren no fue un simple viaje, sino una cita con la memoria misma.
