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El cáncer es una enfermedad. Y puede matar. A estas alturas de la vida, pocos somos los que no hemos padecido alguna pérdida por el cáncer, los que no hemos llorado por alguna muerte o de alegría al ver a un ser querido tocando la campanita. A estas alturas de la vida, aquello de “la maldita enfermedad”, “el bicho” o “una cosita mala” parecía desterrado. Era tremendamente injusto: el cáncer no solo devoraba a una persona o una familia, sino que estigmatizaba a la persona que lo padeciera.
Independientemente de la suerte que corrieran después -a unos les salió cara y a otros cruz-, no pocos enfermos de cáncer agradecieron los gestos de Luciano Pavarotti, Esperanza Aguirre, Rocío Jurado o tantos y tantos anunciando que padecían el cáncer. “Me ha tocado, Herrera: esto funciona así” decía el impagable José Luis Alvite en una carta a Carlos en la que anunciaba que el cáncer se había fijado en el. A nivel local, recuerdo el aplomo de dos personas, una de cada partido, al hacer público que padecían la enfermedad. María del Carmen Cerdeira y Paco Antonio González emprendieron muchísimo antes de tiempo el viaje inevitable, pero ahí queda su entereza. Entre otros muchos casos.
Esta semana el Congreso de los Diputados ha aprobado por casi unanimidad una propuesta legislativa en relación al cáncer. Se trata de evitar referirnos a la enfermedad en términos belicosos e instar a un lenguaje empático con las personas que padecen cáncer. Es cierto que hay gente que puede usar metáforas desafortunadas, o que pueden tener menos tacto que Eduardo Manostijeras. Cierto. Pero ¿hace falta una proposición no de ley?.
Conocida la exquisita sensibilidad de Sus Señorías con el asunto, les sugiero unas cuantas cosas. Que haber padecido cáncer no sea una complicación a la hora de tramitar una hipoteca, por ejemplo. Que tampoco pueda serlo de despido. Que deje de tratarse el cáncer como una cuestión de números negros y rojos: no se puede usar el cáncer con un lenguaje que no sea empático, pero en Andalucía miles de mujeres viven desde hace semanas con el alma en un suspiro y en Ceuta una unidad de radioterapia no es rentable. En Madrid un grupo de niños vuelve a nacer gracias a una terapia innovadora, que ha ido en más de una escaleta por detrás de la propuesta debatida en el Congreso. Si: los medios también nos lo debemos hacer mirar.
Por cierto, que ya puestos a no usar expresiones ofensivas, cansa ya que la gente se refiera despectivamente a Isabel Díaz Ayuso como IDA (hablemos de salud mental, señorías) o que cada vez que Óscar Puente abra la boca se nos recuerde que Darwin acertó de pleno. Y a ambos les pediría que tuviesen en cuenta que sus cargos no son poco importantes como para andar media jornada cada día en redes sociales jugando a ver quien la suelta más gorda sobre el rival.
“Te confieso una cosa: yo cobro lo que debieran cobrar mis becarios”, me decía en privado una de las mejores mentes de este país, al que empieza a reconocérsele su trabajo y al que tengo el convencimiento que veremos algún día alzando un premio en el norte de Europa. Mi confidente, al que la envidia y el anonimato atosigaron hasta la extenuación, no pone gasas ni abre venas, pero sus estudios salvarán miles de vidas en un futuro no muy lejano.
No. El cáncer no es una fiesta. El cáncer puede matar y, de hecho, lo hace. Las personas que padecen cáncer no son héroes, princesas o guerreros. Son enfermos que tienen miedo, dudas, ira, que no quieren sufrir ni morir. Son gente que quiere ver crecer a sus hijos, conocer algún día a sus nietos y desean volver a la más absoluta y anónima normalidad. Si queremos ayudarles, tal vez deberíamos preocuparnos por movilizar más recursos para la investigación, aunque ello suponga llevarse por delante algún que otro chiringuito. Es cuestión de prioridades. Y llamar a las cosas por su nombre, no equis.
En cuanto a lo de la lengua, lo de regular, BOE en mano, que se puede o no decir me parece más peligroso que un tigre a dieta. Sinceramente. Eric Blair ya teorizó sobre ello, dibujándonos un espantoso futuro de neolenguas y crímenes mentales por los que uno podía acabar diluido en un penal como un azucarillo en una gaseosa. Que cada vez encontremos con más frecuencia acontecimientos en los que su pseudónimo, George Orwell, y su obra cumbre, 1984 nos vengan a la memoria, me parece una pésima noticia.
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